Venía dispuesto, tras unas apacibles vacaciones, a hablarles de las cosas
de este agosto nuestro: de los paseos mudos del presidente, de las bonitas
camisas blancas de los representantes de la Diputación y su séquito
durante la Vuelta Ciclista
(¿por qué ellos sí y nosotros no?) o del veraniego peñazo de Gibraltar. Pero
como hoy, 31 de agosto, es San Ramón,
me haré un regalo esquivando todas esas naderías estivales para hablarles de
algo realmente importante en nuestras vidas, que por algo tributa al 21%, como
es el cine, y dentro de él de una de mis debilidades, uno de mis tres
directores preferidos, un irlandés con parche en el ojo y que hacía westerns,
como él mismo se presentó ante el Comité de Actividades Antiamericanas en plena
‘caza de brujas’. Su nombre, John Ford,
y murió un día como hoy de hace cuarenta años.
Se presentaba como un director de westerns, sabedor de que en ese género
se encierra todo lo que se puede contar sobre el hombre. La gran épica junto a
las historias íntimas, el desarraigo y la conquista, las emociones del ser
humano en un ámbito indómito en el que la naturaleza ejerce de gran madre, el
amor, la soledad, la amistad, la muerte... Acostumbrados como estamos a que en
el cine de hoy no se nos cuente nada, el cine de John Ford es precisamente un
canto al oficio de narrar. Escuchaba hace unos días en un programa de radio
dirigido por Juan Cruz, al escritor Julio Llamazares decir que «contar
sirve para hacer más rica la vida, sino ésta sería bastante coñazo». John Ford buscaba
precisamente eso, perpetuar en imágenes el acto más antiguo del ser humano, el
contar historias, y ello lo realizaba sin pretensiones o extrañas piruetas
estéticas, ya que él mismo comentaba que hacía cine para pagar el alquiler o
para sostener a su familia, alejándose de veleidades artísticas.
Su trayectoria cinematográfica fue más allá de ese cine del Oeste al que
siempre se le limita. Títulos como ‘El delator’, ‘Qué verde era mi valle’, ‘Las
uvas de la ira’ o ‘La ruta del tabaco’, nos sitúan ante un director
comprometido, con fuerte convicciones sociales que dinamitan las obtusas
percepciones de quienes lo calificaron como un director derechista. Este puñado
de obras, junto con sus monumentos del western labrados en la rojiza arenisca
de Monument Valley, como ‘La diligencia’, ‘Fort Apache’, ‘Pasión de los
fuertes’, ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, ‘Dos cabalgan juntos’ o
‘Centauros del desierto’, hacen que posiblemente sea el mejor director de la
historia del cine. De esa mezcla de western y humanismo emerge otra de sus
grandes obras, un capítulo aparte en su inabarcable trayectoria: ‘El hombre
tranquilo’. Una de esas películas inagotables que uno no se cansa de ver y
disfrutar pese a saberse de memoria cada diálogo o cada plano. Más que la mejor
película de la historia del cine es la vida misma. Un homérico fluir de
sensaciones que nos hacen sentir bien con nosotros mismos y todo ello por qué.
Pues sencillamente porque John Ford mira a los ojos de sus actores, ese es su
secreto, colocar la cámara a la altura
de la mirada de la gente. Nunca unos ojos dijeron tanto como cuando John Wayne mira hacia la casa de su
infancia, al observar cruzar la cabellera encendida de Maureen O’Hara sobre el tapete irlandés o cuando bajo un tormentoso
aguacero ambos se besan y abrazan entre miradas de pasión. «Dirigir no es
ningún misterio. Solo hay que filmar los ojos de la gente», diría el director,
soltando el abrumador lastre de la genialidad. Salgamos del cuento y regresemos
a la vida de esos políticos que, con el fin de agosto, vuelven a la realidad,
encastillados en sí mismos y despreciando la mirada de las personas.
Publicado en Diario de Pontevedra 31/08/2012 (San Ramón Nonato)