Dicen que se ha muerto
Gabriel García Márquez. Dicen que el escritor colombiano afincado en México,
nacido en Aracataca, con Cuba como patio de juegos, que vivía en el D.F. desde
1975 y creador de un territorio llamado Macondo, no volverá a escribir una sola
palabra alrededor de esa geografía física y humana que sobre sus hombros se ha
ido sustentando a lo largo de los años. Dicen que la página que solía escribir
diariamente ya no volverá a completarse con sus sones latinos y sus colores
cálidos, dicen que sus lecciones de periodismo se han acabado y que no volverá
a ‘mamar gallo’ con los que le rodean. Dicen que Gabo ha muerto.
No saben todos estos
incautos que un escritor nunca se muere, menos todavía una figura como la de este
hombre en la que se contiene la mejor literatura latinoamericana de la segunda
mitad del siglo XX (con permiso de Mario Vargas Llosa, y abandono ya este
fangoso asunto), continente que supo reivindicar y poner en valor ante un mundo
que apenas le reconocía valor alguno. Cincuenta años que nos han dejado textos
que nos han acompañado y acompañarán (¡ven como no se ha muerto!) durante el
resto de nuestras vidas. Fascinantes narraciones que han sabido beber del mito
y de la narración oral de su territorio natal y familiar para ir nutriéndose además
con el ingrediente de la realidad que le aporta el resto del mundo a través de
esa prensa que tanto amaba y en la que se forjaron, a partes iguales, su
escritura y su pasión por el ser humano.
¿Cuántos Macondos hay
dentro de su obra? Pues tantos como Macondos existen esparcidos a lo largo del
planeta. Territorios mágicos que se evaden de lo real para construir un universo
propio e irrepetible. Con cada una de sus novelas ha definido cada uno de esos
territorios y los ha teñido del periodismo, del amor, de la nostalgia, de la
muerte, de la vida… en definitiva, las novelas de Gabriel García Márquez son
las músicas que alegran a sus lectores, los vallenatos a partir de los cuales
aproximarnos a un espacio mental pero dotado de una fisicidad que casi podemos
tocar, que roza lo legendario por lo que es capaz de lograr en quien coge uno
de sus libros en las manos. Y para ello no hay más que ver lo que ha supuesto
su fallecimiento para entender la dimensión de este escritor que, como pocos,
ha llenado de reacciones páginas de periódicos, y horas de radio y televisión,
lo nunca visto en una sociedad y en unos medios de comunicación cada vez más
esquivos con la cultura.
Lo trabajado de su
prosa, a la que dedicaba un mimo extremo en su creación, permite asomarnos a
ese Caribe que emerge de sus libros como un gran río caudaloso en permanente
crecida. Debido a ese afinamiento en la escritura es capaz de injerirnos en los
ambientes de sus novelas, ambientes que finalmente nunca dejan de ser siempre
el mismo, hasta el punto de compartir con sus personajes diferentes
sensaciones: el calor que les envuelve, la humedad, los olores, el paso del
tiempo, el dolor, la felicidad, la desesperanza, los latidos del corazón...
Dentro ya de esas historias y dejándonos arrastrar por esa corriente de agua a
través de las diferentes vidas de sus personajes, muchos de ellos son ya irremplazables
dentro de nuestro imaginario literario, como los Aureliano Buendía, Melquíades,
El coronel o Florentino Ariza y Fermina Daza, sintiendo desde esos vínculos como
Gabriel García Márquez ha sabido involucrarnos en sus narraciones adhiriéndonos
a una gigantesca y pegajosa tela de araña de la que ya no podremos escapar
nunca, ni ganas que tenemos.
Adentrarse a través de
‘El coronel no tiene quien le escriba’, ‘Cien años de soledad’, ‘Crónica de una
muerte anunciada’, ‘El amor en los tiempos del cólera’ o ‘El general en su
laberinto’, quizás sus cinco obras más reconocidas, ofrece una intensidad y una
experiencia que pocas veces se encuentra en la obra de otros autores. Y lo
mejor de todo es que todavía nos quedan otros muchos relatos que fluyen
alrededor de esta incontenible torrentera literaria para seguir descubriendo
páginas y paisajes incomparables. Unas páginas que siempre se inician de la
manera en que debe hacer un buen periodista, cogiendo a su lector por la
pechera y levantándolo en alto. Con la muerte llega el recuerdo y el repaso emocionado,
voy a mi estantería y recupero varias de sus obras, les invito a que hagan el
mismo ejercicio, y que solo lean las dos o tres primeras líneas de cada uno de
sus libros. Comprobarán como esas líneas tienen más literatura en su interior
que la que muchos escritores, que así se dicen llamar, se empeñan en vendernos
para mostrar sus virtudes. Unas líneas capaces de funcionar como un relato
completo y a partir de las cuales ya todo es dejarse caer por una cuesta abajo
en una espiral que solo se agota en el punto final de la novela.
Un punto que sin
embargo se alarga en el tiempo, sumándose a ese petate de experiencias y
lecturas que todos vamos cargando a lo largo de nuestras vidas y en el que las
palabras de Gabriel García Márquez no cesan de retumbar en su interior siendo,
como le sucede al doctor Juvenal Urbino en ‘El amor en los tiempos del cólera’,
capaces de evocar todo el peso de su literatura y de su vida. Al médico, a lo
largo de esa novela, fue el ‘olor de las almendras amargas el que le recordaba
siempre el destino de los amores contrariados’, a nosotros, las palabras del
escritor colombiano nos recordarán siempre que su obra es inmortal, como lo es
él, aunque muchos se empeñen en decir que Gabriel García Márquez ha muerto.
Publicado en Diario de Pontevedra 20/04/2014
Ilustración: Álex Vázquez