Quien bien te quiere te hará llorar. Máxima inapelable del amor traspasada esta semana al mundo del fútbol. Amor y fútbol tan parejos en deseos y frustraciones, en pasiones y desencuentros, en odios y rencores. Cicatrices que se depositan en el corazón sin posibilidad de sutura. Fernando Castro Santos se despidió hace dos días del banquillo granate de la misma forma que lo hizo en el día de su presentación, con el corazón en la mano, los huesos del Hai que roelo en la memoria y las canillas amoratadas de sus años de jugador. Expuso todo por sentarse en ese potro de tortura: tiempo, dinero, y lo que es más importante, amigos y pasiones por intentar salvar al equipo de su ciudad. Entidad en la que para él empieza y acaba el fútbol, eterno retorno al que se acaba volviendo por muy lejos que se esté.
Fernando Castro Santos llevaba tiempo sin entrenar, él mismo se preguntaría si su tiempo ya había pasado. Con el Pontevedra al borde del abismo se juntaban la necesidad de volver al escaparate público, de sentirse entrenador, de calzarse las botas, y entre orden y orden, pegar un buen balonazo al espacio vacío; con devolver a la institución aquello en lo que uno se ha convertido. Otro dicho conocido: ‘De bien nacidos es ser agradecidos’, el de Lourido nunca sabrá si su vida sería mejor o peor, pero sí que sería muy distinta de no haber pasado por la universidad de Pasarón, por ese vínculo indeleble entre historia, ciudad y afición que se pega a los huesos y del que es imposible desprenderse. Otros muchos ya han sufrido ese mal, Martín Esperanza, Milucho, Rafa Sáez... técnicos de corazón más que de pizarra que buscaron profetizar en su tierra sabedores de que aquí no profetiza ni Dios. Aventuras suicidas para caer en el cainismo de un público ávido de carne fresca y que se relame más si esta carne procede de los valles próximos. Fernando Castro Santos ha fracasado en su vuelta al Pontevedra c.f., él mismo lo admitirá, sabe que venía a protagonizar una gesta, pero la gesta se lo comió. Podría haber acabado la temporada con el descenso bajo el brazo y nadie le reprocharía nada, pero él mejor que nadie sabe de la degradación de los equipos, del virus de la duda que se inocula entre los miembros del vestuario, de la pérdida de confianza ante el guía de la manada que debe ser ajusticiado para que otro más fuerte la conduzca hacia las verdes praderas. Él ha sido el primero en apartarse, quizás ha sido su mejor movimiento táctico desde su llegada a Pasarón, por el camino ha dejado parte de su vieja camiseta pegada al cuerpo. Este Pontevedra poco tiene que ver con el que el conocía, con el que tenía idealizado en la patria de su memoria. ‘Al lugar que has sido feliz nunca debieras tratar de volver’. Ahora es el tiempo de las Sociedades Anónimas, de los especuladores del fútbol, de las nóminas que se imponen a los sentimientos y todo eso perjudica al elemento clave del fútbol, al único lilimento que cura los golpes. El del orgullo por sentirse parte de una historia, de una leyenda acodada en la desembocadura del Lérez. Hasta aquí no pararon de desplazarse buscavidas, cazarrecompensas, jugadores de fortuna y un sinfín de personajes que medraron ordeñando las vacas gordas. Solitarias y enflaquecidas es cuando regresa el Buen Pastor a cuidar a su rebaño, Fernando Castro Santos enseguida olió a podrido en cuanto empezó a abrir las ventanas de un club muy diferente a aquel que fue su amor de juventud y que ahora le ha dejado el corazón lleno de cicatrices.
Publicado en Diario de Pontevedra 24/03/2011
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