domingo, 28 de agosto de 2011

Ruinas



No hablo de las grandes ruinas clásicas, sustento de nuestra civilización, sino de esas pequeñas ruinas que pasan desapercibidas en nuestro entorno más próximo. Tras los tablones barnizados por el olvido y llenos de carcoma, muchas veces se esconde la felicidad de nuestra infancia o los recuerdos de una adolescencia de la que desconocíamos su existencia. Condenadas por el paso del tiempo, la vorágine constructiva y la especulación, estas ruinas visten su traje de modernidad a partir de los andamios que anuncian un nuevo edificio. A través de ellos podemos asomarnos a ese pasado, convertido en la película de una infancia en la que había que ponerse de puntillas para contemplar un bodegón de tazas de vino sobre la barra de aquel bar de domingo, en el que el serrín se pegaba a tus zapatos y en donde ir al baño era componer un equilibrio sobre unas huellas levemente levantadas ante un agujero. Allí, entre cajas de Mirinda y Savin florecía un jardín de chapas, objeto de deseo para que el juego fuese imaginación y que recogíamos para llenar nuestros bolsillos, que, convertidos en un cascabel, hacíamos sonar mientras deslizábamos un duro en una máquina que simulaba una pista de bolos. Ahora, entre esas paredes apuntaladas, se crearán pisos de última generación, escaparates de un mundo que se impone al que un día fue nuestro y en el que fuimos eternamente felices.


Publicado en Diario de Pontevedra 27/02/2011

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