Viven en aldeas casi olvidadas. Puntos en un mapa que se van diluyendo con el paso del tiempo. Sus casas se han ido deshabitando a medida que los años impulsaban a los jóvenes a formar parte de la vida urbana y a integrarse en una emigración en la que un día pensaron en el regreso, como bálsamo para curar unas heridas que ya se han convertido en permanentes. Y de volver, ni hablar. Los escasos habitantes de esos pequeños núcleos rurales se mantienen firmes, apegados a un lugar donde fueron felices y donde aún lo siguen siendo. Hablan con orgullo de esa naturaleza en la que han crecido y de la que por nada del mundo se despegarían. Sus soledades nos están acompañando en unos excelentes reportajes que aparecen los domingos en las páginas de la Revista de este medio. Acostumbrados a leer en la prensa y a ver en la televisión cómo los periodistas se agarran a historias de seres que buscan la notoriedad, con independencia de su coste, se convierte casi en una terapia el conocer la vida de estas gentes anónimas sin más pretensiones en la vida que las de precisamente eso, vivir donde ellos han querido. Fornelos, en Campo Lameiro, o Portomartiño, en A Lama, han sido las primeras rutas por la soledad, por los escenarios donde la presencia humana se ha reducido a cinco o incluso a una sola alma. Nos esperan más estaciones de paso, allí donde la soledad es peaje y fonda.
Publicado en Diario de Pontevedra 12/11/2011
Fotografía: David Freire
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