Hay quien empieza a oír villancicos y a ver mesas llenas de turrones y no tarda ni dos segundos en refugiarse en el nevado mundo de ilusiones navideñas e inmejorables deseos, como si accediese a una dimensión desconocida. El que esto suscribe reconoce ser un desencantado de la Navidad, de todo ese frenesí que envuelve a la vida durante estas dos semanas alocadas de consumo y exceso, y que de no ser por la mirada infantil de los más pequeños intentaría, con un chasquido de dedos, que todos nos despertásemos en ese lunes de enero en el que resintonizamos nuestra mente para hacer frente a lo cotidiano de nuestras vidas y a una rutina en la que muchos somos felices. Es por ello que cada año, cuando la televisión se llena de cantantes de moda y otros demodé, de brindis y lentejuelas, de escotes y pompones, necesito un refugio, una barra donde encontrarme, y para ello no encuentro otra mejor que la del Café de Rick en ‘Casablanca’. Cada vez que cruzo esa pantalla, como si fuese un personaje de Woody Allen, accedo a la auténtica ilusión, adentrándome en un lugar donde cada ser humano lucha por sus sueños, el amor es condena y pasión, mientras escuchamos la mejor canción que podemos disfrutar en Navidad y siempre: la Marsellesa. Entonces sí que siento que algo me pellizca el corazón, mi piel se encoge y alguna lágrima se descuelga por mis mejillas.
Publicado en Diario de Pontevedra 26/12/2011
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