El último libro del escritor norteamericano Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) es una profunda reflexión sobre el paso del tiempo. Un experimento ejecutado sobre uno mismo y aquí es donde surge la mayor complicación, pero también el mayor acierto. La siempre atractiva prosa del autor incrementa, debido a esa intimidad, exponencialmente su proximidad con un lector que se adentra en una vida conocida de manera tangencial a través de sus libros, pero ahora reflejada en un texto fascinante, lleno de dolor, pero también de ilusiones.
Con sesenta y cuatro años ya cumplidos Paul Auster vuelve la mirada hacia atrás, componiendo desde esa perspectiva un libro absolutamente maravilloso, en el que, a su habitual manera de narrar, añade el poso de toda una vida en la que cada una de las descripciones de hechos y situaciones que ocurrieron en su pasado se presentan ahora ante nosotros a través de la lúcida mirada que habitualmente evidencia el escritor a lo largo de su obra. Un recorrido expiatorio, en el que emerge el dolor, el no saber responder a ciertas situaciones en las que te coloca la vida, las relaciones con la familia y las mujeres, los lugares donde se ha vivido, el paso del tiempo... y todo ello permite al autor ajustar muchas cuentas, la principal de ellas consigo mismo, y para proyectarse hacia el futuro, hacia ese invierno que va depositando ya sus primeras nieves, las experiencias que han ido forjando su personalidad y como no, gran parte de su relato literario.
No hay una sola página desaprovechable a lo largo del libro. En cada una de ellas Paul Auster se vacía por completo, y muestra una abrumadora sinceridad con la que enseguida empatiza el lector, tanto por lo que se cuenta, por cómo se cuenta. Y es que la maestría narrativa del americano se deja notar al establecer un fino hilado entre las etapas de su vida y los personajes en los que, como en un gran torrente de humanidad, se sumerge el escritor. Especialmente fascinante resulta el recorrido por diferentes geografías, no sólo físicas-establecidas a partir de las veintiuna viviendas en las que ha residido Paul Auster a lo largo de su vida- sino también las humanas. Entre ambas se coloca nuestro protagonista, muchas veces superado por los acontecimientos, incapaz de responder al pulso que la vida le planteaba; pero otras, en cambio, gozoso de lo que ésta le proponía. Y es que la vida, tanto la del autor como la de cualquiera de nosotros se compone de esa caprichosa mezcla de buenos momentos con pasajes trágicos. De esa unión es desde donde surge nuestro propio aprendizaje y el anclaje de nuestra personalidad con la realidad circundante. Una realidad que en el caso de Paul Auster, ha tenido mucho de nómada, lo vemos a través de esas viviendas, unas mejores, otras peores, unas en Estados Unidos otras en Francia (siendo estos pasajes muy ilustrativos sobre su concepción del país galo y por donde se destila un afilado humor); que van respondiendo a los progresos de la vida, tanto la profesional como de sus diferentes matrimonios. Dos relaciones antes de la actual, en las que el autor se muestra especialmente feliz al lado de la también escritora Siri Hustvedt, compañías con las que el autor se lame las muchas heridas que la vida le ha infligido. El dolor con la muerte del ser querido, en especial de su madre, las tensiones con la familia propia, ahora resarcida con la felicidad que le produce su familia política, y el paso del tiempo. Siempre el tiempo como el gran definidor de nuestra existencia, el cronómetro que nos hiere al ver como nuestro cuerpo se va modificando, como las respuestas a los estímulos no son las mismas que hace unos años. El cuerpo asumido como superficie de experimentación: el recuerdo de aquella herida infantil producida mientras jugabas al béisbol, varios ataques de pánico, un accidente de tráfico y ahora esa degradación de lo físico, la conciencia de que el cuerpo responde de manera distinta a la mente ante ese tránsito temporal.
Temas donde se muestra al escritor más complejo y circunspecto al querer evidenciar hitos esenciales en su vida, pero éstos tienen también su envés, la otra cara de la moneda. Pequeños sucesos que sirven de desagravio a la realidad, desengrasantes que como el sexo, los paseos, el sueño, las noches en vela, el justificado cabreo con un taxista francés, la rabia, el ser judío, la literatura... se van evidenciando como territorios fértiles para que el autor nos desborde con su prosa, con esa manera de escribir que semeja brotar de manera natural como un manantial del que fluyen las mejores radiografías de nuestra sociedad a la que a través de los libros de Paul Auster nos lleva aproximando desde hace décadas. Allí, donde tantas veces el azar ha sido el caprichoso desencadenante de las más singulares situaciones, donde lo aparentemente cotidiano y anodino que surge en nuestras vidas parece carecer de importancia, aunque posteriormente se revele como fundamental, es hacia donde nos acaba conduciendo siempre el escritor. Pues precisamente ahí es donde la propia vida de Paul Auster muestra todo su sentido, quizás como el cuento de 'el cazador cazado' el escritor se ve inmerso en una de esas espirales en las que tantas veces ha colocado a alguno de sus personajes de ficción. Ahora estamos ante un ser de carne y hueso, que sufre y padece, pero también que se ilusiona con las nuevas puertas que la vida va abriendo ante él. Puertas que se apresta ya a atravesar. El invierno de la vida parece comenzar y por la nieve recién caída comienzan a asomar unas huellas en la que se encierran infinidad de cuestiones. Pequeños secretos, muchos de los cuales parecían ya superados, olvidados dentro de esa selección natural que nuestra mente realiza para seleccionar lo positivo de lo negativo, lo que nos conviene de lo que no.
Llega el momento de seguir esos rastros, de volver sobre el camino andado y abrir ese complejo baúl donde solemos encerrar el pasado, en ocasiones bajo siete llaves. No ha debido ser fácil, pero sí que parece obligado dar ese paso para seguir caminando en la senda de una vida en la que la literatura se evidencia como el eje central, pero en la que son otras muchas cuestiones las que le conceden su auténtico sentido. Y esto, por muy famoso escritor que uno sea, es algo común al resto de los mortales.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 27/05/2012