En un día como hoy de hace cincuenta años se sepultaba en Oxford, Mississippi, el cuerpo de William Faulkner. Esa tierra empapada de sudor y whisky se tragaba al escritor que encolerizó la literatura para florecimiento de una narrativa renovada de manera ya irreversible. Una de las publicaciones editadas para conmemorar dicha fecha y que, con la ayuda de las avispadas ‘cronopias’, pude rescatar entre dragones, zombies, laberintos, códices y demás libros evasivos que, de manera cada vez más agotadora, habitan las estanterías de las librerías, es una recopilación de cartas que William Faulkner redactó a lo largo de su vida. Si leer sus novelas es una experiencia apasionante (que apagaría de un suave soplido los pretenciosos fuegos de dragones y adláteres), no lo es menos enfrentarse a estas cartas que el propio autor nunca pensó, ni deseó, que hubiesen visto la luz. En ellas late el vigor de una obra de la que era orgullosamente consciente de su trascendencia. Si son emocionantes las cartas que desde Europa enviaba a su madre describiendo el mundo parisino, italiano o británico, más lo son sus peleas con editores o con Hollywood, así como la constante reivindicación de un salario por el que hasta el mejor escritor del siglo pasado tuvo que pelearse día tras día, ofreciéndonos así otra lección de vida. Otra lección de literatura.
Publicado en Diario de Pontevedra 7/07/2012
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