‘El artista y la modelo’, con trece nominaciones en la Gala de los Goya, es una de
las grandes películas del pasado año en nuestro cine. En ella, su director
Fernando Trueba, se deja seducir por la búsqueda de la belleza del escultor Aristide Maillol.
Las diferentes disciplinas artísticas a lo largo de la historia se han
ido entremezclando en un proceso de inspiración y retroalimentación que siempre
ha generado fructíferas consecuencias. Qué mejor manera de iniciar esta
sucesión de ‘Relaciones espontáneas’ que con alguien que en sus últimos
trabajos se ha empeñado en perseguir la belleza, en intentar plasmar en
imágenes cómo el artista puede llegar a captar y posteriormente transmitir al
público ese bálsamo para la vida que supone algo bello.
Fernando Trueba lo ha hecho de la mejor manera que se puede hacer en su
última película ‘El artista y la modelo’, que ayer se batió en la gala de los
Premios Goya, y para hacerlo ha buscado la inspiración en la vida del escultor
Aristide Maillol (1861-1944), quien acabó los últimos años de su vida refugiado
en una casa en Banyuls-sur-Mer, en el sur de Francia, pintando, dibujando y
realizando una última escultura inconclusa. Ese retiro crepuscular será su
último enfrentamiento con la pureza que caracterizó unas esculturas llenas de
sencillez y equilibrio, una armonía que Fernando Trueba es capaz también de
modelar a través de su cine.
En ‘El baile de la
Victoria ’ (2009), Fernando Trueba ya había hecho asomar
varias de las perspectivas desarrolladas en mayor medida en ‘El artista y la
modelo’. En aquella se buscaba la belleza y el disfrute del arte como un hecho
liberador en la vida, un respiradero a través del cual el ser humano puede
llegar a esa cada vez más difícil reconciliación con sí mismo. Menospreciada y
maltratada, en la cinta basada en la novela homónina de Antonio Skármeta, se
recogen instantes de una gran emoción. Con ‘El artista y la modelo’ Fernando
Trueba convierte esos picos en el tono de la película, capaz de una contención
que no oculta todo lo que parece flotar en ese ambiente lleno de vida. Y es que
la vida es el gran motor de esta película a través de ese enfrentamiento entre
el hombre mayor, en el ocaso de su vida y el de una hermosa joven de la que en
los últimos instantes se puede aprender, en una redención a través de la
belleza y la ingenuidad. Jean Rochefort y Aida Folch encarnan así dos edades y
dos mundos. Dos tiempos y sus circunstancias coaligados en un fin común: ser
capaces de producir una obra bella, un canto a la vida comparable a lo que
supone un trago de vino o el sabor del aceite de oliva. Detalles que convierten
un instante en un momento suspendido en el aire.
En el aire también parecen quedar instaladas las piezas esculpidas por
Aristide Maillol de una belleza atemporal, procedente de la mismísima Grecia
clásica, una evocación de la voluptuosidad mediterránea que, en las décadas
iniciales del siglo XX, supuso la vuelta al orden tras las rupturas de las
vanguardias. Su primera gran exposición la realizó de mano del marchante André
Vollard en 1902. Tres años después y en el Salón de Otoño la exposición de su
pieza en bronce, ‘El Mediterráneo’, le llevará a alcanzar el éxito y a realizar
numerosas exposiciones en diferentes ciudades del mundo. En 1923 el estado
francés le encarga una reproducción en mármol de aquella pieza en la que se
recoge todo el espíritu de su trabajo: ‘El Mediterráneo’, que permanece desde
el año 1986 expuesta en el Museo d’Orsay de París.
Para Fernando Trueba el reto de representar una época que tiene lugar
durante la Segunda
Guerra Mundial era el marco idóneo para situar a esos
personajes. Ayudado por el guionista habitual de la etapa francesa de Luis
Buñuel, Jean Claude Carriere, compone su historia sobre la creación artística,
con un elemento añadido de índole personal, como es la muerte de su hermano
mayor, Máximo Trueba, también escultor, de manera prematura.
Rodada en blanco y negro, como una necesidad del relato y no como una
boutade estética, el director logra involucrarnos en la historia y sobre todo
en ese ambiente cerrado e íntimo, en el que el artista se enfrenta
constantemente a sí mismo, para situar esa emoción propiciada por la búsqueda
de la belleza y sus consecuencias en los protagonistas, y lo hace en la senda
de películas de directores como François Truffaut, Jean Renoir o Robert
Bresson, en las que todo lo que brota de ellas está en relación directa con la
vida, con su fugacidad y sus triunfos, muchas veces simbolizados en hechos o
gestos que pueden parecer nimios, pero en los que se contienen las respuestas a
lo que somos.
Solo diez personas asistieron el 27 de septiembre de 1944 al entierro,
tras un accidente de tráfico, de Aristide Maillol. En 1963 Dirna Vierny, la
joven de origen ruso que con quince años comenzó a posar ante el artista de 77
años, donó al Estado francés varias esculturas que se instalaron en los
jardines de las Tullerías. En 1994 se inaugura el Museo Maillol en la localidad
de Bayuls-sur-Mer y un año después será en París donde se abra otro museo en su
honor. En ambos su obra aparece plácida, ajena a todo lo que sucede a su
alrededor, incluso a la inspiración que todavía hoy supone para otros
creadores, al fin y al cabo, y como comentó de su pieza ‘El Mediterráneo’ el
escritor André Gidé: «Es bella, no significa nada».
Publicado en Diario de Pontevedra 18/02/2013
Relaciones esporádicas. Fernando Trueba/Aristide Maillol
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