Coged las rosas mientras podáis;
veloz el tiempo vuela. (R.
Herrick)
Ni mucho menos
era uno de mis actores favoritos, normalmente sobreactuado en la mayor parte de
sus papeles, siendo muchos de ellos propicios para que se diese esa circunstancia.
Así que la catarata de adjetivos y bondades actorales las tendrán que buscar en
los artículos laudatorios que llenarán las páginas de los periódicos
de hoy y las entradas de Facebook y Twitter de ayer.
Pero Robin
Williams sí que tuvo la fortuna y el acierto de reencarnarse en dos o tres
papeles de esos que no se pueden despegar de tu vida, interpretaciones que se
incrustan en un interior todavía en formación y que logran que se estremezca el
alma cada vez que se repiten por televisión, imposible entonces cambiar de
canal, o si decides hacer uso de una videoteca que siempre estará incompleta
sin ellos. Sus trabajos en ‘Good morning Vietnam’, ‘El club de los poetas
muertos’ o ‘El indomable Will Hunting,’ son parte de la filiación
cinematográfica de la generación que se encontró con esos estrenos en la
pantalla grande. Tres papeles que quizás nunca haya podido superar y que
hicieron de Robin Williams el actor de una única generación, mientras las
restantes lo iban enclaustrando en sus papeles más comerciales y menos
agradecidos con sus innegables cualidades actorales. Y es que si me apuran, de
esos tres trabajos es tal el peso del segundo de ellos, el encarnado por ese
profesor Keating abriendo a la vida desde la literatura a un grupo de alumnos
de un estricto colegio, que los demás también se vienen abajo.
Ya sé que es
injusto valorar toda una vida en base a un único trabajo, pero basta darse un
garbeo por las redes sociales para que ¡Oh capitán, mi capitán! resuene por
todos los lados como el resumen de toda una carrera artística. Esa es parte de
la magia del cine, de una capacidad evocadora siempre latente en el interior
del ser humano hasta el momento en el que algo provoca una detonación que nos conduce
a reivindicar todas esas vivencias obtenidas en la oscuridad de una sala de
cine. Escuchar, como sucedió ayer, desde primeras horas de la mañana, ese ¡Oh
capitán, mi capitán!, te impulsa más que nunca a subirte a una mesa y desde
allí arriba dirigir una mirada de agradecimiento al actor que ha dejado en
nuestro interior una semilla ya eterna de amor por el cine y, por lo que es
realmente importante en la vida, aquello que nos mantiene vivos, la poesía, la
belleza, el romanticismo o el amor.
Publicado en Diario de Pontevedra 13/08/2014
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