Una novela es un estado de espíritu, un interior cálido
en el que uno se refugia mientras la escribe (...)
Sentarse en un tranvía de Lisboa y acodarse en el marco
de la ventanilla es uno de los placeres en prosa que le da a uno la vida. (...)
Antonio Muñoz Molina.]
Escribir
y Lisboa confluyen en la última novela de Antonio Muñoz Molina tal y como lo
hacen la ciudad y el Atlántico a través de esa rampa de la Praça do Comerçio
que se hunde en el océano cada vez que sube la marea. Ese sentido de inundación
es el que te envuelve a lo largo de una novela inmensa, ciclópea, y sí,
homérica (si no lo digo reviento), tanto en sus pretensiones como, en lo que es
más difícil, en su resultado final. Una inundación de historias que te
arrastran como una de esas torrenteras que te envuelven de manera imprevisible,
dejándote al albur de las circunstancias.
Siempre
son una bendición las novelas del autor jienense, acogidas, una tras otra, como
un firme latido de nuestra literatura. Las hay que marcan un momento especial, un
instante que uno de mis profesores de Universidad definía como un momento
bisagra, esos que cierran una etapa y sirven para abrir otra, tanto en lo
narrativo como en lo personal. Y es que si de algo nos sirve esta novela a la
hora de calibrar a Antonio Muñoz Molina es para comprobar empíricamente como
ambos vectores se convierten en uno solo. Una fuerza unidireccional que logra
que el proceso de construcción de una novela se convierta en parte de la
construcción de una vida.
Asomados
a ese balcón pessoano sobre el Atlántico sentimos como el agua toca la punta de
nuestros zapatos al conocer la historia de James Earl Ray, el asesino de Martin
Luther King quien, en su fuga, pasó diez días en Lisboa a la espera de lograr
un escondite en alguna colonia lusa. Al tiempo que el agua llega a nuestras
rodillas, empezamos a adentrarnos en otra historia, la del propio autor,
abierto en canal y mostrando sus entrañas de escritor. Esas vísceras que tantos
ocultan bajo un falso pudor son el tintero desde el que convertir una historia
individual en un proceso de conocimiento y reflexión de carácter colectivo
sobre lo que supone escribir una novela en dos tiempos muy diferentes. Uno, el
de aquella obra de 1987, ‘El invierno en Lisboa’, que colocó al escritor en lo
literario de manera destacada; y otro, el de esta nueva obra redentora, ‘Como
la sombra que se va’.
Ciertamente
hay mucho de perseguir sombras, de intentar atrapar con un cazamariposas a esas
siluetas que el tiempo ha ido perfilando en rincones, personas, situaciones,
errores y aciertos, pero también miedos, ensayos, experiencias... en
definitiva, las mareas que van y vienen, aquellas por las que navegamos en
ocasiones a bordo de barcos de papel que nosotros mismos pensamos son buques
acorazados. La vida, la nuestra y las de los que nos rodean, las de los seres
que tocamos o las de aquellos que nos seducen desde la lectura, son las que nos
pueden llevar a pensar que nuestra realidad discurre paralela a la del resto de
una humanidad de la que, indefectiblemente, somos parte, por pequeña que ésta
sea, y ante las que nunca estaremos lo suficientemente preparados para saber
cuando ambas colisionarán.
Notamos
el agua a la altura del pecho al tiempo que percibimos otra angustia, la del
escritor ante un proceso tan fascinante como agotador. Horas de preparación
para la consolidación de un andamiaje en el que se va a pasar los próximos
meses. Escribir como un equilibrista que sujeta por un lado de esa barra que
permite mantener la verticalidad, el argumento que propicia la narración, y por
otro, la propia vida del autor. Esa sí que es una colisión brutal, una
alteración del ecosistema del hombre a causa de un fenómeno que, como esas
mareas atlánticas, asola todo lo que rodea a su paso. Cuando ésta se retira
queda un terreno resbaladizo, una inseguridad que marcará el tiempo que se abre
tras el punto y final. Pero hay novelas que permanecen, que permanecerán
siempre, en el autor y en sus lectores, el todo literario. Como este invierno
en Lisboa que vuelve a ser invierno casi treinta años después. Un todo que se
necesita como la ciudad necesita a sus personajes, a sus calles, a sus olores y
sonidos, al igual que la novela precisa ese punto de ignición desde el que
constituirse en relato, siéndolo aquí un asesinato y una huida, aunque quizás
como excusa para hablar de lo que es el centro de la vida de un escritor, la
literatura y su relación con ella. Desde una ejemplar honradez Antonio Muñoz
Molina se sube a uno de esos tranvías lisboetas para fundirse con esta ciudad
que toma como protagonista de la novela, pero también de su vida, cruzándose
con ella como el trazado de los raíles sobre el adoquinado. En movimiento
piensa y escribe sobre un asesino, pero también sobre una persona que soñó y
peleó por ser escritor, para ahora, desde esa escritura, contemplar una de esas
encalmadas que la vida abre en nuestra singladura.
Ya
con el agua al cuello le acompañamos en esta bitácora imprescindible para el
buen lector que conocerá el tizón que todo escritor lleva consigo, los
obstáculos que hay que sortear, las noches en las que la pantalla del ordenador
se convierte en un fármaco contra la ansiedad, el remordimiento por lo no
escrito y lo que se ha orillado en la vida personal por pagar esa deuda
impagable con el oficio. "Se escrevo o que sinto é porque assim diminuo a
febre de sentir", dice Fernando Pessoa. Sempre Pessoa.
Lisboa, Muñoz Molina y una novela, siempre una buena opción!!!
ResponderEliminar