Rue Saint-Antoine nº 170
Pintura. Cuando se cumplen treinta años del
fallecimiento del quinto hijo de Ramón del Valle-Inclán y de Josefina Blanco
Tejerina, acercarse a la figura de Jaime del Valle-Inclán supone descubrir a un
pintor, pero también a un personaje que transitó por la historia de la España del siglo XX siempre
con la vista puesta en la ciudad de Pontevedra.
«Si llego a pintar bien un limón me doy
por satisfecho», solía decir Jaime del Valle-Inclán. Una frase en la que se
encierra un enorme respeto a la pintura y a su complejidad para representar
hasta aquello que nos puede parecer más simple, como un limón.
Nacido en 1922 en A Pobra do Caramiñal
con once años acompañó a su famoso padre a Roma, en dónde éste había sido
designado Director de la
Academia de Bellas Artes. En 1936 fallece ese padre que le
dejaba un insigne apellido y una impronta de la que sería imposible separarse
jamás, menos aún cuando dicen que era el que más se asemejaba a él. Así en la
crónica de su defunción en el ABC José Caballero dice de él que era «el que más
se le parecía físicamente y de talante». Marcha junto a su madre a Barcelona,
donde ingresa en centros de la
Institución de Libre Enseñanza y en la Guerra Civil decide
presentarse voluntario en el Ejército Republicano, en el que será destinado al
‘Batallón de los gallegos’ al mando de Enrique Lister, participando en la Batalla del Ebro.
Tras la Guerra pasó a Francia
siendo internado en el campo de concentración de St. Cyprien. El por aquel
entonces embajador de Chile en París, Pablo Neruda, lo localizó y le hizo
embarcar, junto a otros muchos refugiados españoles, en el ‘Reina del
Pacífico’, rumbo a Chile. Allí comenzó su actividad pictórica. Se trasladó a
Venezuela donde fue profesor en la
Escuela de Arte de San Cristóbal, al tiempo que pintaba y
exponía. En Buenos Aires se encuentra con la actriz Margarita Xirgu, quien, por
indicación suya representa varias obras de su padre.
En cuanto a su pintura, tras una época
cubista, rompió con cualquier tipo de moda y su arte se liberó de teorías y
movimientos para optar por una compleja sencillez. Su pintura optó por la
figuración, con un espíritu intimista y lleno de delicadeza.
Tras unos años en París, en la década
de los 50 llega a Pontevedra, ciudad en la que se asentará para incrustarse en
su espíritu de una manera tal que incluso, tras su marcha a otras localidades,
todos los años regresaba para pasar un par de meses y recorrer sus calles,
sobre todo las del casco histórico, que gustaba pasear en las horas de la noche.
Acompañando la noticia de su muerte,
Diario de Pontevedra ofrecía dos escritos en los que la figura de Jaime del
Valle-Inclán se hundía en las piedras y brumas de Pontevedra, en las amistades,
en los cafés... en definitiva en la vida de una ciudad por la que su padre
paseó sus barbas y forjó su intelecto, al igual que ahora él.
En el primero de ellos, firmado por
Emilio Álvarez Negreira, y recuperado de la sección de Pontevedra de ‘El Pueblo
gallego’ habla del «empaque de un hidalgo español, una barbita seria, rizada,
cuidada y una cabeza noble, digna de un hijo del Marqués de Bradomín», para
pasar a describir una curiosa afición de Don Jaime, «la de sorteador de tráfico
rodado». Sí, como lo oyen, al parecer al hijo del padre del esperpento le apasionaba
lanzarse a las plazas de las ciudades en las que residía a esquivar
automóviles, y al parecer no se le daba nada mal. «En París, la plaza de la Estrella y la de la Concordia , saben de su
sutil ejercicio. Saben de su arrojo cuando se lanzaba, solo ante el peligro del
tránsito de una baraunda de coches, solo, ágil, como el torerillo de Alberti.
Llegó incluso a atravesar en los momentos más difíciles el túnel de Copacabana
y fue ésta, precisamente, la obra maestra de su secreto y peligroso arte». Así
describía el periodista y poeta pontevedrés esa vocación, puro esperpento
urbano.
Mientras, el inolvidable bibliófilo, y
tantas otras cosas, Antonio Odriozola tasaba la dureza del golpe de la muerte
del amigo: «Aún nos parece verlo, en cualquiera de los establecimientos de la
zona monumental de Pontevedra, conversando con sus amigos, que era una de las
tareas que más le complacían y en la que desplegaba, además de su prodigiosa
cultura, su ingeniosa conversación y, en la mayor parte de las ocasiones, un
agudo sentido del humor, aunque en otras, aflorase un vivo genio, sin duda
heredado de su padre, el gran don Ramón del Valle-Inclán», para posteriormente
ponerlo en relación con los ambientes pontevedreses forjados entre amigos y
espacios. «Don Jaime (Jaime para muy contados amigos, pues no consentía el
tuteo a quemarropa) era un extraordinario cultivador de la amistad y yo quiero
evocar los nombres de algunas de las personas de su Pontevedra querida que
disfrutaban con su compañía, algunos como el dueño del Bar Capacho, uno de sus
preferidos, y los contertulios Antonio Posse, José Unamuno o Valentín García
(Chacho); el genial narrador de cuentos o sucedidos Pepe Arán, Solleiro con sus
rifas, Álvaro Cunqueiro o Pepiño Sanmartín (...) y establecimientos como el Carabela,
Puerta a puerta, Los Maristas, As Nenas, Casa Tilve, Calixto, A Portuguesa»,
apunta Odriozola para finalizar el recuerdo de la siguiente manera: «Quería
entrañablemente a Pontevedra y en los últimos años venía con su esposa, su hijo
Yago y su perro Pancho (procedente de nuestra ganadería) a remozarse en el
contacto con la ciudad que indicó que es donde quería reposar después de
muerto».
Es curioso cómo una vida tan llena de
ruido, de idas y venidas, de nombres, ciudades y coches esquivados, acaba traduciéndose
en la pintura en una manera de plasmar la realidad tan sosegada, de una pureza
casi ascética en la que todo transita por la calma y la sencillez. Flores,
cerámicas, frutos, y algún retrato o paisaje parecen ser capaces de domar el
interior del genio, de sintetizar un espíritu mucho más apacible de lo que se
lee sobre su persona. De «simples formas sobre el silencio», las califica Rosa
Chacel en 1984; Rafael Santos habla de unas obras que transmiten «ese sosiego
al que él, hombre en desasosiego permanente, sin duda, aspiraba con toda su
alma».
Encontrarse treinta años después con su
persona es rastrear la existencia de uno de esos personajes que el tiempo ha
ido sedimentando lejos de nuestra memoria y con los que generaciones recientes
no han tenido la oportunidad de poder encontrarse. Sirva esta página para traer
al hoy al hombre que esquivaba coches en las plazas de medio mundo, al hijo del
gran Ramón del Valle-Inclán, al pintor Jaime del Valle Inclán.
Publicado en Diario de Pontevedra 19/10/2015
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