"...El rumor, estruendo y ritmo de las joyas portadas por
Frida ahogaron los de la orquesta, pero algo más que el mero sonido nos obligó
a todos a mirar hacia arriba...
"[Carlos Fuentes]
Trabajar en un archivo fotográfico provoca que en ocasiones
pasen ante tu vista imágenes maravillosas, instantes congelados frente a los
que te detienes fascinado por la posibilidad de intentar desentrañar lo que se
contiene en lo que no deja de ser una simple imagen.
Hace ya varios meses pasó ante mis ojos esta magnética
fotografía de la pintora Frida Kahlo (1907-1954), con motivo de una
exposición en la que se reproducía su famosa Casa Azul en el jardín botánico de Nueva
York. Ya era imposible guardarla como una más. Puesta a buen
recaudo, y en una localización cercana, cada cierto tiempo pienso en esta
imagen y en esta mujer, en esta artista que planteó tanta belleza desde su
desesperación. Nunca encuentro el momento para publicar esta imagen tan enigmática,
para enfrentarme a su poderosa figura, a esa mirada retadora que se posa frente
a mi para desarmarme, para convertirme en un ser minúsculo ante una fuerza
imposible de ser definida. Flanqueada por unos cactus defensivos, ataviada con
un vestido de colores llamativos y con esa joyería típica, unido a su peinado y
tez morena, se muestra como una de sus pinturas, uno de esos autorretratos
fascinantes, que cada vez más revalorizan su obra, pero sobre todo, su
singularidad icónica como mujer.
Estos días morados, de reivindicaciones más que necesarias para
lograr la superación de una atávica situación de prevalencia del hombre frente
a la mujer, encuentro en la brillante revista Papel un reportaje firmado por Isaac
Hernández sobre
un libro dedicado a la artista y su influjo en el mundo de la moda, ‘Frida
Kahlo: La moda como el arte de ser’, escrito, y me imagino que
antes soñado, porque libros como éste antes se sueñan, por Susana Martínez.
Vuelvo a pensar en la fotografía que se guarda en el archivo del periódico y
decido que ya es hora de que salga a la luz, ajena a cualquier efeméride
oportunista, orgullosa de si misma y deseosa de mostrar su fulgor desde una
página en color y en un día en el que se anuncia que el sol brillará. Dos
tesoros.
En el contexto artístico, tradicional y abrumadoramente
masculino, no solo por la propia historia, sino por los críticos y teóricos que
al fin y al cabo son quienes la construyen, la presencia de una mujer como
Frida Kahlo, igual que lo había sido el de nuestra Maruja
Mallo, es una suerte de fuerza telúrica, un terremoto que
genera grietas en todo aquello que la rodea y que normalmente a quien se traga
es a ella misma, debido a la miopía y a los prejuicios de quienes escriben esa
historia. Igual que Maruja Mallo, la obra de Frida Kahlo necesitó demasiado
tiempo para ser apreciada, para admitirse como parte de un devenir estético
aplaudido por la sociedad. Como si aquellos retratos fuesen pinturas demasiado
íntimas, incapaces de concitar nuestra atención a partir de una necesidad, la
de la propia artista para abrirse en canal ante un mundo y un entorno que nunca
fue demasiado favorable a su presencia.
Tras enfermar de poliomielitis con seis años, comenzaron los
sufrimientos por las secuelas físicas y la soledad a la que otros niños la
sometieron. A los dieciocho un accidente de tráfico destroza su cuerpo y rompe
su alma para el resto de su vida. Operaciones que se suceden, hasta un total de
treinta y dos, para superar tres fracturas de columna vertebral, once fracturas
en la pierna derecha y otras lesiones de esas que duelen solo con escribirlas,
la sumieron en un mundo de dolor, imposible de ser aplacado por su intolerancia
a la morfina. Esa convalecencia casi inmóvil la llevó a pintar, a construir su
retrato desde el pincel a partir de la frustración y la desesperación. El
matrimonio con el también pintor Diego
Rivera fue otro
elemento de tensión en su vida. El elefante y la paloma, el hombre obeso y
grande y la mujer delicada y pequeña. Infidelidades mutuas y tequilas a
contraluz hicieron de la pareja un polvorín sentimental al tiempo que ambos se
admiraban como creadores. El divorcio y la amputación de una pierna fueron los
terribles jalones de los años finales de una vida armada para el sufrimiento.
Como en muy pocos artistas se puede decir que la pintura de
Frida Kahlo es una síntesis de su vida, una representación constante de su
aflicción, de su trato con una realidad insolente que no dejó de acosarla y en
la que ya solo la pintura facilitaba un ligero respiro. Ahora se reconoce
también en su manera de vestir, en su atrezo de mujer, todo un aliciente para
reivindicar su feminismo, su resistencia ante el mundo a base de una pureza
que, desde la esencia de su tierra, no entendía de modas procedentes de
cosmopolitas lugares y hasta se habla de su influjo en diseñadores como Jean
Paul Gaultier, Givenchy o Alexander McQueen entre otros, pero sobre todo, en
multitud de mujeres anónimas.
Es la rebeldía de quien no pretendía una pose, simplemente
explicarse a si misma, lejos de vanidades o del consumismo incipiente.
Refrendar la validez de su posición ante la vida desde su condición de mujer,
desde la firmeza de sus convicciones y desde la libertad más absoluta para
existir, pese a todo, pero por encima de cualquier circunstancia, para existir
siendo mujer. En esta semana, plagada de actos reclamando derechos, debería
estar siempre presente como garante de todos ellos, la confianza propia y la
resolución firme por defender una posición de igual a igual ante el hombre por
ser, nada más y nada menos, que una mujer.
Publicado en Diario de Pontevedra 12/03/2016
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