HAY EN
LA HISTORIA de la pintura toda una serie de
nombres imposibles de adscribir a un tipo de movimiento o corriente artística.
Son seres independientes, lobos solitarios ajenos a cualquier tipificación de
su manera de pintar, esa misma que se revela como única y con la capacidad para
poder modificar el rumbo del arte. El pintor de las cuevas de Altamira,
Masaccio, Goya, Cézanne, Picasso o Rothko son algunos de esos nombres, entre
los que también figura, con sus luces y sus sombras, Michelangelo Merisi,
conocido popularmente con el nombre de su pueblo natal, Caravaggio.
Cada pieza de Caravaggio, pintada en su corto periplo vital, de solo 38
años, se entiende como un aldabonazo a los postulados de la pintura existentes,
al tiempo que abría una serie de desfiladeros por los que conducirse todo un
sinfín de pintores, de creadores que comprendieron enseguida que Caravaggio,
desde su rebeldía y desafíos, articulaba una nueva manera de entender la
pintura, tan importante como la que a principios del Renacimiento estableció la
perspectiva dentro del cuadro o como la que Picasso parangonó en 1907 con Las Señoritas de Avignon.
Caravaggio, en su corta vida, nos dejó una numerosa
obra, llena de rebeldía y desafío. Asusta pensar
hasta donde habría podido llegar Caravaggio de haberse prolongado su vida hasta
la madurez, si hubiese vivido los más de ochenta años de otro genio de la
pintura fallecido pocos años después de su nacimiento, Tiziano. Lo realmente
cierto es que Caravaggio con esa corta existencia, repleta de altibajos vitales
que definieron su obra, seguramente en mayor medida que otros pintores, nos
deja un legado de piezas estremecedoras, en las que el realismo de sus
personajes rompió las idealizaciones clasicistas que pretendía el Renacimiento,
alejándose de caer en la estilización del Manierismo, el movimiento de su
época.
Caravaggio viró su
mirada hacia las calles de Roma y de las localidades en las que residió.
Personajes marginales, de pieles ajadas, en las que la vida se adhería a esas
pieles tostadas por el sol mediterráneo. Ancianos, borrachos o prostitutas
vieron como pasaban del anonimato a unos lienzos eternos, y no solo eso, sino
que lo hacían para decorar templos y palacios, para que nobles y papas viesen
sus rostros travestidos como personajes bíblicos. Toda una provocación, toda
una revolución. Caravaggio dinamitó la representación formal de esas figuras
que invadieron rincones en el plano pictórico inimaginables hasta el momento.
Sus personajes nos dan la espalda, invaden nuestro lugar, fragmentan su
fisonomía, se contorsionan y angulan sus posiciones generando unas tensiones
que no hacían más que, junto con la verdad de sus caras, alentar la tensión que
pretendía el pintor, lo que se veía incrementado con sus contrastes de luces y
sombras. Espacios imperceptibles entraban en colisión con otros en los que
un haz de luz convocaba nuestra mirada hacia un punto determinado. De nuevo la
novedad. De nuevo la pintura patas arriba.
La pintura de
Caravaggio no debe nunca desligarse de su vida, de su nacimiento en 1571 en una
pequeña localidad próxima a Milán, de la muerte temprana de su padre y de su
hermano a causa de la peste, de su formación junto al pintor Giuseppe Césare,
de su marcha a Roma con veinte años, de su rápida acogida por el mundo
cardenalicio y de su gusto por la vida disoluta y callejera. Sus líos en las
calles de Roma, el asesinato de un hombre que le llevó a huir a localidades
como Nápoles, Malta o Siracusa, o su contacto con los habitantes de aquel
universo de claroscuros, que se adentraba en el Barroco bajo la Contrarreforma
surgida del Concilio de Trento, desembocaron en una pintura real, inusualmente
real, frente a un universo de la imagen en el que mandaba una ingente belleza
de rostros idealizados, poses humanas, paisajes parnasianos y cielos azules que
te invitaban a la ascensión. Pero la vida, la vida de Caravaggio se
transustanció en pintura y todo eso no tenía cabida en ella, acotando las
referencias espaciales, fiándolo todo a la humanización de sus personajes y a
unas escenas en las que la lucha entre la luz y la sombra incomodaba a los
espectadores de unos lienzos que claramente percibían algo nuevo. Se acuñó el
término Tenebrismo para definir ese encontronazo lumínico y no fueron pocos los
pintores que desde ese instante se adentraron, casi con un candil en la mano,
por ese itinerario que un joven pintor había iniciado y que incluso se puede
rastrear en el mundo del cine, en el que planos de directores como Nicholas Ray
o Martin Scorsese no están muy distanciados de sus presupuestos pictóricos.
Muchos de esos pintores conviven durante estos meses en sendas exposiciones
en Madrid con la obra de Caravaggio, una oportunidad única de entender el
magnetismo de su pintura y sus epígonos posteriores. Así, en el Palacio Real la
exposición comisariada por Gonzalo Redín De Caravaggio a Bernini,
reúne en torno a un único Caravaggio, Salomé con la cabeza de San
Juan Bautista, a diferentes pintores posteriores a él como
Velázquez, Le Brun, Guido Reni, José Ribera o Luca Giordano. Pero el éxtasis
caravaggista se produce en el Museo Thyssen en el que bajo el epígrafe de Caravaggio y los pintores del Norte se
reúnen, bajo el comisariado de Gert jan van der Sman, ni más ni menos que doce
obras del pintor italiano. Una acumulación de piezas muy dificil de igualar en
un pintor en el que muchas de sus grandes obras se encuentran en templos,
mientras que el resto se dispersan por numerosos puntos de la geografía mundial
complicando mucho cualquier tipo de reunión. De ahí la importancia de lo que
sucede en esta exposición en cuyas primeras salas se despliegan, en una
brutal orquestación, sus obras producidas en Roma, aquellas que muchos
pintores procedentes del norte de Europa instalados en la gran capital del arte
del momento buscando el amparo y los encargos de la Iglesia habían
conocido. Muchacho pelando fruta, Muchacho mordido por un lagarto, La buenaventura, Los músicos, David vencedor de Goliat, Santa Catalina de Alejandría, El sacrificio de Isaac, San Juan
Bautista en el desierto, La coronación de espinas, San Francisco en meditación, El sacamuelas y El martirio de Santa Úrsula,
son los doce cuadros que reflejan temporalmente toda su trayectoria y que se
reúnen en las salas siguientes a los de pintores como los holandeses Hendrick
Terbrugghen, Gerrit van Honthorst y Dirck van Baburen, componentes de la
Escuela de Utrecht que llevaron ese Tenebrismo al norte. Pero aquí también
están Rubens, Claude Vignon o Nicolas Tournier, en definitiva, pintores que
cruzaron los Alpes y se encontraron con una revelación que modificó su
percepción de la pintura, hasta el punto de cambiarla y asumir los nuevos
postulados del pendenciero lombardo.
No son pocos los amantes del arte que se dedican a recorrer el mundo para contemplar las obras maestras de Caravaggio, en una búsqueda, no solo sensorial, sino de revelación de lo que puede suponer un hombre enfrentado a un momento trascendental de la historia del arte, de la historia de la pintura. Acercarse a Madrid durante estas semanas resume muchos de esos viajes convirtiéndose en una experiencia irrepetible como testigos de un enfrentamiento único de luces y sombras.
No son pocos los amantes del arte que se dedican a recorrer el mundo para contemplar las obras maestras de Caravaggio, en una búsqueda, no solo sensorial, sino de revelación de lo que puede suponer un hombre enfrentado a un momento trascendental de la historia del arte, de la historia de la pintura. Acercarse a Madrid durante estas semanas resume muchos de esos viajes convirtiéndose en una experiencia irrepetible como testigos de un enfrentamiento único de luces y sombras.
Publicado en el suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 17/07/2016
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