Y el viento del norte nos trajo un Nobel, y con él, el ruido, y también la
furia. La del debate que empieza siempre con un ‘sí, méritos le sobran,
pero...’ Hora de los puristas, los poetas de renglón largo incapaces de
emocionar como emociona Bob Dylan, y
la riña a garrotazos ya está montada. Así somos, minúsculos en nuestras propias
miserias que arrastramos como Sísifo
una y otra vez en el encontronazo permanente desde la martiriología que va
desde la política hasta el fútbol. Todo nos vale para meternos en las
trincheras de la envidia y la duda, ahora en forma de redes sociales, para
empezar a disparar ante las alegrías de los demás. O todos tristes y confusos o
no habrá paz para nadie. Ya lo decía César
Vallejo, «¡Cuídate España, de tu
propia España!».
Si algo se le pide a un texto literario
es la resultante de dos componentes: narración y emoción. Yo me he emocionado
mucho más y he entendido mucho mejor gran parte de lo que ha pasado en nuestro
tiempo leyendo y escuchando a Bob Dylan que con algunas prestigiosas novelas o
intentando devastar los poemas de quienes hacen de la metáfora un telón de
acero infranqueable. Bob Dylan, sin más pretensiones que las de cantarle a su
mundo, al espacio vital en el que se desarrolla su existencia produce, desde su
inequívoco talento literario, algunas de las reflexiones y percepciones, sobre
lo que se mueve a su alrededor, más lúcidas de estos dos siglos nuestros. Joaquín Sabina lo define como «el mejor
poeta actual en lengua inglesa y el que más ha influido en sucesivas
generaciones». ¡Hala, ahora darle palos a Sabina! El próximo Cervantes, ¿verdad? Y es que parece que
el Nobel se lo hubiesen dado a un cantante de karaoke. Seguramente lo que no se
le perdone sea el bajarse del Parnaso
de los poetas para caminar entre los mortales y contarles, con los pies en el
suelo, en el mismo suelo que ellos pisan, cómo mudaba la piel de su país, de su
tiempo y hasta de ellos mismos. La alta cultura, si se me permite calificar así
a la ejercida por pretenciosos intelectuales, muchos de ellos frustrados, les
hace dar vueltas sobre sí mismos y sus pretensiones sin entender nada de lo que
pasa a su alrededor. Incapaces de traducir su mundo, lo que sin duda es el reto
más importante que cualquier creador debe alcanzar con una obra que tiene que
ser capaz de conectar con alguien al otro lado y no caer en el hermetismo que
algunos proclaman como clave de una trayectoria merecedora de alabanzas.
Bob Dylan ha sintetizado esa América que, desde mediados del siglo
XX, se ha hecho también nuestra a través del cine, la música, la literatura. la
economía y la puñetera globalización. «Un sonido en los pliegues del folk, el
blues, el country y el rock que aglutina los ecos de los circos ambulantes y
freak shows, reverendos y forajidos del viejo Oeste, apalaches, buscadores de oro, de prostíbulos y cabarets, de
la Gran Depresión, el esclavismo y la negritud, del Juicio Final y los pioneros
de tierras inexploradas», de esta manera, y no me atrevo a mover una coma, Carlos Reviriego, comentaba en ‘El Cultural’ el sonido hallado en 2014
en aquellas ‘cintas del sotano’ que, como la apertura de la tumba de Tutankamón significó un tesoro que
propició beber del Grial dalyniano. A lo que habría que sumar las lecturas,
infinitas lecturas, como la del experto en Bob Dylan Greil Marcus, que establece esos itinerarios culturales y sociales
seguidos por el cantante. Y es que solo la buena literatura genera más
literatura, y de Bob Dylan se han escrito desde hace décadas libros y libros
para la exégesis de sus textos, para rascar en una leyenda vital que se
acrecienta año tras año y que con este Nobel ha alcanzado el paroxismo de unos
y otros. Esos que para defender los merecimientos de los no premiados no dudan
en menospreciar al galardonado, cuando una cosa no quita la otra. Desterrado el
argumentario se procede a la descalificación. Claro que a América la han
destripado en maravillosos relatos Philip
Roth, Paul Auster, Don DeLillo, Richard Ford o Joyce Carol
Oates, candidatos año tras años al premio. ¡Vaya qué si lo merecen! todos
ellos prodigiosos narradores, pero su merecimiento no justifica la repulsa que,
en buena medida, surge del desprecio a la exhibición, al declamar con un
micrófono en mano y sobre un escenario antes miles, millones de personas, como
si la poesía solo estuviese hecha para el cenáculo privado, para la sombra
entre sombras, cuando precisamente nace como canto ante la hoguera, como
narración ante la comunidad. Sí, Homero,
pero también nuestros Mendinho o Martín Codax.
Un ingenioso tweet decía algo así como
que «A que no hay huevos para discutir un Nobel de Física». Cierto, pero si
algo deja clara la literatura es su proximidad con la vida, su cercanía a todos
nosotros, y ahí es en donde tenemos terreno abonado para la discusión, aunque
ésta se vuelva pendenciera y con escasas conclusiones. Las letras de Bob Dylan,
instaladas en el viento de nuestra historia, son también un acto de resistencia
ante la frustración.
Publicado en Diario de Pontevedra 15/10/2016
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