El turístico tranvía 28 por la plaza Camões |
SOSTIENE
Lisboa que conocerla en un día de verano es una de las experiencias
más maravillosas que puede deparar un viaje. Acercarse a Lisboa
durante unos días de verano con «un azul nunca visto, sostiene
‘Lisboa’, de una nitidez que casi hería los ojos», es un
ejercicio ciertamente inolvidable, a la vez que ya irrepetible. Las
primeras veces ofrecen esa torrentera de sensaciones que nunca se
podrán volver a dar. Miradas limpias sobre unas calles y unos
tejados que, como la frase extraída del libro de Antonio Tabucchi,
‘Sostiene Pereira’, se quedan ya prendidas en la mente y en el
alma de los que se acercan a donde desemboca un espectacular Tajo, a
donde Fernando Pessoa caminó en permanente estado de alerta, a donde
Saramago se hizo eternidad bajo un olivo, y en donde una ciudad hace
diariamente complicados equilibrios para no disolver su tradición y
encanto entre las hordas de un turismo invasivo hasta la extenuación.
Sostiene
Lisboa que su Plaza del Comercio es una de las más bellas de Europa,
que sus atardeceres en el Cais das columnas son estremecedores, que
sus helados Santini saben como ningún otro, que sus pasteles de
Belém son incomparables, que escuchar un fado en la Alfama deja la
piel erizada durante varias semanas, que el claustro de los Jéronimos
es asombroso, que tocar el sepulcro de Camões hace temblar el
cuerpo, que sólo sentarse en el Museo de Arte Antigua ante el cuadro
‘Las tentaciones de San Antonio’ de El Bosco ya justifica todo un
viaje, que pasear por el Chiado treinta años después del incendio
que arrasó el corazón de la ciudad sería algo que uno haría a
diario... y así podríamos continuar en un listado de emociones que
se prolongaría de manera asombrosa, pese a una estancia de tan sólo
siete días.
Pocos
para calibrar realmente a una ciudad que se ha convertido en un
destino turístico de primer orden, algo que está modificando la
propia vida de los lisboetas en muchos sentidos y que asisten a cómo
su ciudad se ve diariamente invadida de extranjeros que realmente
desafían, desafiamos, su bendita cotidianeidad. Cada vez parece más
complicado encontrar un lugar en el que disfrutar de una comida
tradicional portuguesa, caminar tranquilamente por unas calles
atestadas de las más diversas nacionalidades o sortear las toneladas
de basura que producimos, en definitiva, que Lisboa, resplandeciente
siempre, asiste a un debate sobre sí misma y su futuro urbano.
Caminando
por ella o descansando por las noches en la habitación de un hotel,
amparado por ese otro monumento que es el ‘Libro del Desasosiego’,
uno no deja de pensar en cómo Pessoa interpretaría esta nueva
realidad que se vive en sus calles y locales. Él, que observó como
nadie lo que sucedía a su alrededor, que miraba a sus paisanos como
un entomólogo mientras se dirigía a su trabajo para explicar su
propia relación con el entorno y con la vida, dudo si resistiría
demasiado lo que hoy sucede en la ciudad. Pese a ello, Lisboa sigue
presentando un tono especial respecto al resto de urbes del mundo, un
latido que uno ha ido intentado explorar para estar en alerta a
través de textos tan brillantes como los de Tabucchi, Pessoa,
Saramago, Antonio Muñoz Molina y Miguel Barrero o en el más que
práctico libro escrito por dos españoles que se han hecho fuertes y
más inteligentes viviendo en ella, como son los periodistas Rosa
Cullell y Javier Martín que, en ‘Lisboa, a tua e a minha’ han
explorado aquellos rincones de la ciudad que les cautivan a uno y a
otro. Y que si gusta su lectura antes de la ida, todavía gusta más
a la vuelta, pese a constatar, tras ella, que todavía queda mucho
por descubrir en Lisboa.
Palabras,
las de antes y las de ahora, que palidecen al enfrentarse a la propia
Lisboa. A sus calles y a sus gentes. A sus olores y sabores, a sus
vistas y sensaciones. En definitiva, a la vida que sostiene Lisboa.
Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 5/09/2018
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