Avanzamos,
arañas al acecho,
sobre
la red de calles y avenidas,
palpita,
parpadea la ciudad, incendiada de flores,
frutas,
envases de cartón, latas, botellas vacías.
En
los acuarios de los escaparates nadan
los
maniquíes calvos y desnudos
o
cubiertos de tules, linos, pieles
(¡salvad
a los visones, a las chinchillas, a los leopardos!,
reza
un cartel, portado -igual que un estandarte-
por
un hombre andrajoso).
‘Cuaderno
de Nueva York’. José Hierro
Una mujer pasa ante un escaparate en Pontevedra (Rafa Fariña) |
Testigos
de nuestra soledad. Notarios de una irrealidad alucinante, la de unas calles
vacías y unos comercios cerrados. Allí están, «en los escaparates de los
acuarios», como escribiera José Hierro en su ‘Cuaderno de Nueva York’, los
maniquíes, observando un delirio que poco o nada tiene que ver con el frenesí
habitual que sucede ante ellos.
Tiene
mucho esta crisis vírica de crisis antisistema. Ataca a la economía como nunca
habíamos visto antes y si estamos comprobando lo frágiles que somos los seres
humanos, el hasta ahora inexpugnable capitalismo también se siente en la
necesidad imperiosa de recibir respiración asistida. Estamos ante un virus que
se mueve por el mundo globalizado a una enorme velocidad, que diluye fronteras,
que mete los aviones en los hangares, que despuebla los hoteles de nuestro
turismo desproporcionado, y que somete a los potenciales consumidores a una
cuarentena ante la que es incapaz de reaccionar, al atacar aquello que más le
beneficia, el movimiento de personas y capitales.
Este
Covid-19 es también un virus fundamentalmente urbano, nació en Wuhan, una mole
de doce millones de habitantes, y se propagó por un mundo conectado a esa cada
vez más poderosa potencia comercial que es China. Crece de una manera terrible
en cuanto al número de víctimas allí donde encuentra una intensa contaminación,
tal y como se ha comprobado desde varios estudios universitarios y científicos
con datos tan evidentes como que el 78% de las muertes registradas en un solo
día tuvieron lugar en zonas de una altísima contaminación, como fueron cuatro
regiones del norte de Italia y Madrid. Espacios en los que el cielo, que es
algo siempre muy poético pero que con los pies en la tierra no deja de ser el
aire que respiramos, registra una brutal concentración de partículas
contaminantes en el aire. Wuhan, esas cuatro ciudades del valle del Po y Madrid
se localizan entre montañas, lo que permite estabilizar esa contaminación sobre
las ciudades, formando una nebulosa que asfixia la salud. Durante estas
semanas, en las que se ha detenido en gran medida la actividad económica, se
han recuperado esos mismos cielos azules, ofreciéndonos imágenes impensables
bajo nuestro fagocitador ritmo de consumo anterior. Son todas urbes en las que
el tráfico y las calefacciones saturan nuestro aire. Metrópolis, a las que
también podemos sumarle Nueva York, con unos datos escalofriantes de
fallecidos, y que tras haber planteado simulaciones en el descenso de esas
cifras de contaminación, se comprueba cómo el número de muertes por coronavirus
bajaría su porcentaje.
La
OMS ha establecido, desde hace tiempo, que «la contaminación es el enemigo
número uno de la salud pública». Como siempre que se dan este tipo de alertas,
miramos hacia otro lado, indolentes ante nuestra irrenunciable capacidad para
destruir el mundo desde una premeditada inconsciencia que nos lleva a un
desbocado consumo que agota recursos y destroza a una naturaleza que, desde
nuestro confinamiento, respira cada vez con mayor intensidad. Impresiona ver
las imágenes que nos llegan durante estos días de rincones del mundo en los que
esa naturaleza revive a un ritmo que plantea un hilo de esperanza para cuando
todo esto se solucione. Las aguas transparentes llenan los canales de Venecia,
una de las cumbres del turismo que ha sustituido la podredumbre de sus aguas
por un ecosistema en el que incluso se han detectado medusas. La India, donde
registramos una de las grandes masificaciones de población, nos ofrece un
Taj-Mahal perfectamente nítido ante nuestra visión, como esa Muralla China, en
la que los escasos visitantes que allí llegan respiran un impensable aire puro,
o Madrid, que ha colgado en el perchero esa boina que hacía de la capital uno
de los espacios más contaminados de Europa.
El
futuro que tiene que venir debe pasar inevitablemente por un futuro en verde.
Por un aprovechamiento muy diferente de los recursos energéticos a cómo lo
estábamos haciendo hasta el momento. Un planeta más sostenible será el que nos
pueda sostener, pero para eso debemos poner mucho de nuestra parte y, como
mínimo, reflexionar desde, al menos, tres ámbitos. La apuesta por un equilibrio
territorial que distribuya la población de manera homogénea por nuestro
territorio, menguando las grandes concentraciones urbanas. El consumo tiene que
adaptarse a nuestras posibilidades reales y no encontrarnos con armarios que
ordenamos durante estos días y ante los que no dejamos de sorprendernos por una
cantidad de ropa que seremos incapaces de gastar en toda nuestra vida y, en
tercer lugar, la apuesta por el reciclaje, esa ropa tiene que tener otras vidas
después de nuestro uso, así como nuestros residuos diarios deben ser
aprovechados de una mejor manera y con especial atención al consumo de
plásticos y sus derivados, una especie más de nuestros océanos.
Vemos,
junto a otras razones más inmediatas, como Galicia, con una dispersión de
población muy superior al resto del Estado, ha resistido mejor el empuje del
virus y Pontevedra, una ciudad pensada desde hace años en esa clave de humanización,
de reducir los flujos de tráfico, y con una apuesta firme por el reciclaje,
presenta índices bajos de enfermos y víctimas por un virus que en esto sí que
parece nos da la razón. Ahora los maniquíes nos observan, mudos, pero atentos a
nuestros próximos pasos, entre la responsabilidad y la irresponsabilidad.
Publicado en Diario de Pontevedra 24/04/2020
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