[Ramonismo 54]
El
refugio extremeño de Julio Llamazares, en plena pandemia, nos regala este
delicioso diario de lo natural
HAY
LIBROS que son un soplo de aire fresco, una caricia en el rostro y, en este
caso, también en el alma. Con la que está cayendo, asomarse a la experiencia vivida
por Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) durante el duro confinamiento
sufrido el pasado mes de marzo, tras la declaración del Estado de Alarma, en la
que pasó tres meses en plena naturaleza, al pie de la extremeña sierra de los
Lagares, se convierte en un acto de introspección personal, en la posibilidad
de convertir aquello que nos puede parecer como sencillo y tantas veces
despreciado por nuestra actitud urbanita y presuntuosa, en un bálsamo ante
aquel escenario de terror que desgraciadamente estos días se vuelve a repetir.
«Mientras
el mundo se desmoronaba, la naturaleza volvía a revivir igual que cada año al
llegar la primavera», escribe el autor ante esa primavera luminosa y reveladora
que lo acogió en un espectáculo imprevisible, ya no sólo por su irreductible
belleza sino por lo que alentaba en este autor siempre tan cercano a estos
espacios alejados de las ciudades en los que radica una rebeldía en su propio
contexto natural y que, como pocos autores, Julio Llamazares ha sabido retratar
en sus libros.
El
ámbito rural se ha convertido en una de nuestras atenciones periodísticas,
literarias y, esperemos que de una vez, también políticas, estableciendo ese
concepto de la «España vacía», pero al que el escritor leonés ya había llegado
a finales de los años ochenta con aquel libro inolvidable, ‘La lluvia
amarilla’. Hablamos de un autor que lleva esa sensibilidad y compromiso en sus
entrañas, al haber nacido en un pueblo leonés de esos vaciados, Vegamián,
desaparecido tras la creación de un pantano. Un paraíso perdido en el tiempo y
en la memoria. Y es, precisamente, ante otro paraíso, ante el que nos convoca
en esta ‘Primavera extremeña’ (Alfaguara), para de nuevo fijar esa experiencia
vital en la memoria, para darle al tiempo ese valor que sólo situaciones
extremas y agónicas son quien de reconocer en esa preciosa medida de poder
gozar de él con buena salud y todos los sentidos alerta.
En
estos tres meses literarios esas vivencias se fijan con una palabra a la que se
le suma una inesperada invitada, la imagen, con una sorprendente aportación al
texto que surge de la colaboración con uno de aquellos vecinos extremeños,
donde no solo se mueven labradores y ganaderos, sino que también sirve de
refugio a personas que han sabido reconocer en esos rincones mágicos de nuestro
territorio el mejor lugar para vivir. Así es como se incorporan al texto las
maravillosas acuarelas de Konrad Laudenbacher, ex conservador jefe y
restaurador de la Pinacoteca de Munich, que pasa periodos de tiempo tras su
jubilación en este entorno que se dedica a plasmar en unas obras que nunca se
había decidido a hacer públicas, no pasando del entorno familiar y de sus
amistades.
Esta
mirada cézanniana a la realidad es el contrapunto perfecto a las palabras de
Julio Llamazares, y lo es por su lucidez a la hora de captar una escena sin más
pretensiones que la del apunte, a lo que también obliga la veloz técnica de la
acuarela, por la aparente fragilidad que concede esa aguada y por esa mirada
honesta, de contemplación ante el espectáculo que se ofrece frente al ser
humano. Este maridaje se nos ofrece como un armónico trabajo reflexivo y desde
la valoración, acrecentada en este tiempo, del hoy, de que lo cotidiano y lo
puro son lo más valioso de nuestra existencia.
Esa
mirada hacia los horizontes extremeños, hacia la convivencia en el ámbito
rural, enjuaga las noticias que llegaban del Madrid apocalíptico entre marzo y
junio. Un escenario del horror que sacudía con sus datos este proceso bucólico
de regeneración personal que Julio Llamazares nos regala para que seamos
capaces de sentir lo mismo que él, y para eso pocos son capaces de mostrar así
la naturaleza, nadie describe un cielo o una noche estrellada como el autor de
‘Las lágrimas de San Lorenzo’. Ese cielo que nos ampara para revivir el tiempo
perdido de la infancia, un tiempo donde el dolor del mundo no tenía cabida.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 30/01/2021
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