[Ramonismo 61]
'Trigo limpio' es una lúcida intersección desde lo literario de tiempo y memoria, que hace de la infancia duda y pellizco
NO ERA fácil la propuesta de Juan Manuel Gil (Almería, 1979) que intuimos a medida que avanzamos en la lectura de ‘Trigo limpio’, la novela que Seix Barral ha distinguido con su Premio Biblioteca Breve y que dispara a este autor, no demasiado conocido, a esa dimensión estelar que otorga este reconocimiento. Y digo que no era sencillo porque todo libro que se plantea desde su propio ovillo es un artefacto endemoniado, tanto para el escritor, que debe atender a un sinfín de conexiones, como para el lector, que puede sentirse perdido y confuso entre la historia que se narra y cómo se explica esa armazón, así como las propuestas arquitectónicas de lo literario por parte del autor. Pero Juan Manuel Gil supera con creces ese ‘tour de force’, ese laberinto que nos plantea y que en ningún momento confunde a un lector cada vez más sorprendido por cómo se va deshaciendo ese enredo ante sus ojos, ante esa historia de una infancia desde la que construir vidas como un andamio que mientras se arma nos parece tan ajeno y al que, cuando queremos volver la mirada, el tiempo ya ha hecho su trabajo de desintegración de puntos claves en su presunta firmeza.
Ese pasado lleno de travesuras, de tardes en la playa que explicarían todo lo que es la vida, se configura aquí como una sombra gigantesca en la que poner luz a través de lo literario, mediante la escritura de una novela que acaba siendo la que nosotros mismos sujetamos como parte de este recorrido vital que Juan Manuel Gil singulariza de manera brillante, a la búsqueda, quizás, de ese trigo limpio que existe en cada persona, una esencia virgen, sin las piedrecitas que el camino sitúa bajo nuestros pies para medirnos ante nosotros mismos y ante las miradas de los demás.
Los ojos de aquellos niños ya no son los mismos ojos de los adultos. La memoria raída a costurones, los sentimientos arrasados por los contactos con otras personas y el alma, el alma convertida en hatillo de sensaciones que de vez en cuando recupera su consistencia para nuestro estremecimiento, para recuperar aquella sensación que la infancia ha dejado en nuestro interior como un receptáculo de lo verdaderamente importante. Ahí hace su autor poderosa a esta novela, con un espacio, el definido por la pandilla, sus escenarios habituales o sus familias, por el cual deslizarse ese narrador como una Alicia en busca del país de las maravillas y al que es necesario regresar para entender la vida hoy y para hacer de la literatura el lugar del compromiso, el nuevo territorio a construir a partir de la memoria y del tiempo para lo que es preciso articular un relato, convirtiendo así a la escritura en la única manera de afrontar ese pálpito tan estimulante como lacerante.
Para ello el escritor no duda en ningún momento en mostrar sus armas, haciéndonos partícipes de un interesante debate literario sobre cómo armar una novela, cómo estructurar sus contenidos y dosificar los hechos, desde qué voces organizarla y cómo hacer de nosotros ese ratoncillo en que nos convierte todo escritor que, como un gato que se sabe vencedor, se permite jugar con nosotros al tiempo que como lectores entramos y salimos del libro o libros que aquí se hibridan en el doble itinerario planteado.
Un laberíntico desafío que se resuelve a través de una serie de pasadizos entre lo literario y lo real por los que nos adentramos para solventar esa doble temporalidad entre el momento de construir la novela y los hechos que la infancia ha ido armando y que solo el tiempo puede desvelar al completo. Una tensión en la que el autor evita esa nostalgia que arrastra el pasado, la infancia ya no es una patria sino una nebulosa en lo que nos movimos todos como pudimos y, demasiadas veces siendo ajenos a ciertas realidades imposibles de ser consideradas desde una mentalidad infantil. Esa mirada se hace dura, se afila en las relaciones entre los jóvenes, pero también con sus padres. Imposible calibrar el miedo ajeno desde las infancias felices. Juan Manuel Gil hace uso de otro ingrediente esencial para alcanzar ese punto de equilibrio que precisa la buena escritura, y ese no es otro que el sentido del humor, una fina pátina que, sobre en todo en los ingeniosos diálogos de los adolescentes logran que esbozamos una risa que se convierte en ese punto de camaradería entre los protagonistas de la novela y un lector que no deja de evocar su propia infancia.
Como fin último esta novela es una enérgica e inteligente declaración de amor a la literatura, a aquellos libros que marcan como el hierro candente nuestra piel y activan el deseo de escribir y, sobre todo, de escribir de una cierta manera en función de aquellos libros en los que bebemos como de un cáliz que otorga la vida eterna, al igual que esa mirada de la infancia de la que también volver a beber para saber quienes somos y que cada vez es más importante a medida que los años nos van sepultando y nos enfrentan a la memoria como abrigo.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 20/03/2021
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