[Ramonismo 128]
'Un año y tres meses’ nos coloca ante el desgarro, pero también ante la complicidad de una existencia compartida
ELLOS tenían el amor, y también las palabras. Un refugio eterno para balizar una historia en común y, tras la «miserable muerte», un bálsamo para aplacar el dolor. Luis García Montero convierte su último libro de poemas, ‘Un año y tres meses’, en el cuaderno de bitácora de la desolación, en un horizonte roto que, sin embargo, le concede el más firme de los sentidos a todo lo vivido. Una vida que se traduce en la conquista de un amor que muchos nunca alcanzarán jamás, pero que Luis García Montero y Almudena Grandes convirtieron en ese completamente viernes que supuso una relación que, a partir de la irrupción del amor, fue conquistando numerosos puertos: los de la familia, los de las amistades, los de la escritura, los del compromiso cívico, los de la ejemplaridad en la defensa del ser humano ante las injusticias y el de la lucha por esa quimera irrenunciable que es la de alentar en la ciudadanía el espíritu crítico que da sentido a esa palabra: ciudadanía.
Ese horizonte que hacía enfermar a nuestro poeta Manuel Antonio es el que asoma en el primer poema de este itinerario de versos acodados en el desamparo, en el camino compartido que no ofrecía más que una salida a la que era imposible mirar a los ojos a riesgo de convertirse en estatuas. Ambos iniciaron una travesía allá donde nadie quiere ir, hacia un mar de tinieblas lleno de embestidas y miedos. Un naufragio que cabía en una mirada, en dos manos que se unen o en un diálogo que hace de lo pasado una existencia compartida que frena cualquier tempestad. Es esa «luz negociada» que en la intimidad del dormitorio permite la lectura, porque el amor también es eso, la cesión de lo que ilumina al compañero, el despejar la oscuridad para lo propio, el no sentirse cegado por el deseo del otro. La pena, el crujir de dientes y el puño cerrado es que esa luz se haya apagado.
‘Un año y tres meses’, se convierte en un diario de lo que un diagnóstico de un cáncer jodido puso sobre la mesa como un terremoto que hizo saltar todas las piezas de la partida, estableciendo una pelea que duró, justamente esa acotación temporal, tan finita como eterna. Así fue como las habitaciones de hospital, los vómitos y las pelucas mudaban todo un paisaje físico impulsando en el poeta la necesidad de contar lo vivido, de hacer de ese tintero del dolor un alivio para el alma en forma de escritura, en forma de palabras, siempre las palabras, y la confirmación de aquello que tantas veces le hemos oído a Luis García Montero sobre la poesía, que no es más que un ajuste de cuentas con la realidad. En esta ocasión el enemigo era demasiado poderoso emponzoñándolo todo con su veneno de crueldad y envolviendo cualquier esperanza bajo sus alas negras, lo que hizo de ese periodo de tiempo un tortuoso descenso a los infiernos en el que, sin embargo, Luis García Montero, nos deja el alumbramiento de una felicidad inesperada, como lo era aquella de la que le había hablado su gran amigo y poeta Joan Margarit que, ante un abismo similar, entendió esos últimos meses como los más felices de su vida, ya despojado de pesadas, y tantas veces estúpidas cargas, haciendo de su entorno el mejor amparo. En el caso del director del Instituto Cervantes esa percepción surge del cuidado de quien se ama, del volcarse con el otro, de las conversaciones donde descifrar lo amado, en definitiva, en recuperar lo compartido como un resumen que aplaca cualquier oleaje y hace de cada mirada entre la pareja un firme ejercicio de amor a la vida.
Las tres partes del poemario nos llevan por la enfermedad, la pérdida y un poema que, como epílogo, asume lo que se ha vivido a lo largo de ese año y tres meses a partir del cual ya todo ha sido diferente, y no siempre malo, ya que si algo puede mitigar el desgarro de la pérdida, aunque sea de manera mínima, es la respuesta del anonimato, de miles de lectores que, desde el primer momento del trance, han hecho de sus actos un devocionario hacia quien tanto les había regalado a todos ellos través de sus libros, de esos textos tantas veces anclados en la resistencia o, como escribe el poeta, «la razón del viento» de sus novelas.
‘La resistencia’ es el título de uno de esos poemas que son puro estremecimiento, como cada uno de los que lo acompañan desde la enorme dignidad de quien los escribe, en un difícil ejercicio para no caer en eso que le sienta siempre tan mal a la poesía como la sensiblería o el exceso. Aquí todo se vuelve real, esa cercanía a situaciones, relaciones con otras personas u objetos de la vida cotidiana le conceden esa pátina experiencial que humaniza todo lo que se guarda en este libro tan bellamente editado por Tusquets en su colección de poesía, en ese mismo sello que acogió a Almudena Grandes y a ese viento suyo que tan bien nos hacía a todos.
Ahora el viento es brisa. Una caricia que nos llega a los lectores para comprobar la bondad de la poesía para transitar por territorios tan complicados como los del dolor, para hacer de su palabra y hasta de sus silencios el escenario más dotado para reconocer la perplejidad del ser humano ante la ausencia. «Nunca tuvimos fe/pero teníamos palabras», escribe Luis García Montero, y son esas palabras las que ahora nos hacen compañía, las que intentan convertir la poesía es un deambular entre el desconcierto pero también entre la sobriedad de quien asume la realidad como parte de esa partida en la que poco a poco las piezas irán recuperando posiciones, aunque todos sepamos que «uno de los dos muertos debe seguir en pie».
‘Un año y tres meses’ es emoción, pero sobre todo es un canto al amor compartido, al tiempo que, como un tesoro incólume, hace de su brillo la revelación de que «la muerte es miserable, miserable, la muerte es miserable».
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 8/10/2022