Acostumbrado a pelearse con el lienzo, el pintor Manuel Dimas lleva todo este verano enfrascado en la decoración de una capilla perteneciente a un complejo rural en el Val de Nebra en Porto do Son. Un desafío que une al artista y a su mecenas, Javier Expósito, en una hermosa aventura que parece conducirnos hacia otros tiempos y que se instalará de manera eterna en el imaginario plástico gallego. No es muy habitual este tipo de apuestas, pero afortunadamente, en esta ocasión así ha sido, el color y la figuración actual se ponen al servicio del arte y del espíritu
Henri Matisse, en los últimos años de su vida, alcanzó la felicidad plena con su obra. Él, que lo fue todo en el arte del siglo XX, encontró la alegría extrema de su pintura cuando pintó el interior de una pequeña iglesia. Aquel sencillo templo de las dominicas de Saint Paul de Vence pasó a la historia, no sólo personal de Henri Matisse, sino de la pintura por la creación de un universo en tres dimensiones de una obra esencial en el arte del momento. El pintor francés pintó, creó vidrieras y hasta diseñó el mobiliario de «la que considero a pesar de todas sus imperfecciones, mi obra maestra», según le escribió en una carta al obispo de Niza en 1951, dos años antes de su muerte. El pintor de la ‘joie de vivre’, la alegría de la vida, encontraba así, en sus postreros momentos, el sentido a su pintura, lo que podríamos llamar la conquista del espíritu del color.
Otro pintor, deudo en muchas de sus concepciones creativas del genio de las odaliscas, Manuel Dimas, parece seguir la estela del pintor francés con su último proyecto, una experiencia única en el arte gallego y que surge de la apuesta de dos nombres, el suyo y el del propietario de ese pequeño recinto religioso, Javier Expósito, hombre de exquisita sensibilidad traducida en su colección de arte, con especial dedicación al mundo del grabado, siendo también dueño del Museo del Grabado y la Estampa digital que se encuentra en Ribeira. Sólo de este tipo de uniones es de las que surge el arte eterno, la apuesta valiente por la intuición y la sensibilidad y que desde ahora se traduce en los muros de esta capilla que abandonan el secular blanco en beneficio de una explosión de color, de una alegría puesta al servicio del espíritu, pero sobre todo del arte.
La capilla, incluída dentro de un hotel rural, es conocida como capilla de Foloña, antiguo topónimo que vincula el lugar con el Folón o batán, es decir, el lugar donde se encontraba la maquinaria apropiada para el trabajo con la lana y su aprovechamiento textil. De ahí que la capilla juegue en su iconografía con el cordero como elemento singular, no sólo por su concepción tradicional dentro de la iconografía cristiana, con el cordero como símbolo del sacrificio de Cristo, sino también con esa vinculación local. Así, el altar se centra en la imagen de la Virgen con el niño y una pareja de corderos, a la manera de Leonardo en su conocida 'Santa Ana con la Virgen y el niño', en la que Jesús se abraza a ese cordero, premonitorio de su destino, mientras la Virgen intenta separarlo de él. En otras partes del templo, el artista juega con imágenes también tradicionales como el buen pastor, con Cristo, cuidando y amparando a su rebaño. Estas figuras se ven permanentemente acompañadas por los putti, esos angelotes ‘regorditos’ que en esta ocasión aparecen portando diferentes instrumentos musicales ensalzando la gloria del señor, a la vez que se muestran como complemento perfecto para un espacio que tendrá en un futuro una importante función como marco para la realización de conciertos. Estos ángeles están realizados mediante una técnica de grabado, la serigrafía, que el artista domina de manera ejemplar, además de funcionar como un guiño a la dedicación que el propietario de este espacio lleva realizando en defensa del grabado como medio de expresión y que tiene en su Museo de Ribeira un espacio de apuesta y referencia a nivel mundial. En otro de los muros, un gran ángel, éste pintado sobre la pared, también porta un instrumento musical incidiendo en ese aspecto religioso y lúdico.
Pero si hay un elemento que se erige como protagonista de todo el conjunto ese es el color, una explosión dionisíaca de tonos y gamas que turban nuestra mirada y muestran una manera diferente de plantear la decoración de un espacio religioso polémico en muchas ocasiones por emplear lo que podría convertirse en una distracción para la mente y el espíritu.
Manuel Dimas apuesta por continuar su línea de trabajo donde el color es la base de una obra que desde los años ochenta se ha mantenido firme en la plástica española. Desde aquellos tiempos de renovaciones pictóricas al amparo de la libertad que se vivía en el Madrid de la movida, Manuel Dimas ha consolidado su trabajo con formas y manchas cada vez más puras, superposiciones que permiten una búsqueda de la síntesis de figura y color. Tanto desde el grabado como desde la pintura, su obra alcanza ese carácter atemporal que le ha permitido singularizar su trabajo. El color como seña de identidad salpicado con una figuración icónica y pop, guiños al sentido lúdico que la pintura nos puede presentar. Reinterpretar estos postulados, y adaptarlos a un espacio tan singular como una capilla ha sido el primer reto del artista, inundando de un poderoso azul sus paredes y salpicándolo de manchas amarillas, verdes y rojas. Destacan también elementos ornamentales que parecen ser un homenaje al totem Matisse a partir de su técnica de los papeles pintados, formas que semejan recortarse sobre la superficie y que ocuparon gran parte de su creatividad en los últimos años de su vida, precisamente en los que se dedicó a la decoración de la capilla del Rosario en Vence. Matisse fue fiel a la frase de Maurice Denis, pintor simbolista y Nabis, cuando afirmaba que un cuadro, antes que el motivo a representar debe ser "una superficie cubierta de colores dispuestos en un cierto orden", planteamientos que también podemos extender a la propuesta de Manuel Dimas para este templo. La distribución y ordenación del color, por lo tanto, se convierte en la siguiente preocupación del artista, equilibrar todo este conjunto en la búsqueda de la armonía, pero sobre todo de la belleza. Adentrarse en su interior en estos momentos de todavía un intenso trabajo, parece evadirte a otras épocas, a antiguas experiencias de artistas que cambiaron la manera de entender el arte, vienen a mi mente los frescos de Giotto, esenciales a la hora de la transformación del arte en el tránsito del ámbito medieval al renacentista. El olor a pintura, la frescura de los colores nos muestran una arquitectura rejuvenecida, que ha sabido entender, gracias a la apuesta de su propietario, que el color es un arma tan poderosa como la que cualquier escultura o el tradicional caleado blanco pueden suponer para el visitante. Es esa danza de color, la que como ya ideara Matisse en su capilla de Saint Paul, juega con nuestros sentidos, y con la luz que entra a través de los pequeños ventanales vidriados, modificándose a lo largo del día para generar diferentes atmósferas, sensaciones que sitúan a este espacio más allá de lo religioso configurándose como un espacio de experimentación personal.
Manuel Dimas así lo ha entendido, y como tal ha proyectado la decoración de ese espacio en base no sólo a su función original, sino como espacio de encuentro para diferentes propuestas culturales, entre las que la música se presenta como una de las más destacadas, presentándose como el complemento perfecto a todo el conjunto donde se enmarca esta pequeña capilla, un hotel rural en el Val de Nebra, marco para el disfrute de los sentidos y el goce del ser humano. A esa condición hedonista es a la que presta servicio la obra de Manuel Dimas, siempre movida por una lujuria del color planteada en base a los postulados más firmes de la pintura actual. Saber adaptar las singularidades propias a un recinto tan definido, se evidencia como el decidido paso del pintor, de acuerdo con su promotor, por hacer emerger a la pintura como gran elemento generador de sensaciones. Azules, verdes, amarillos y rojos son los acompañantes de las duras jornadas sobre el andamio, jornadas en las que la pintura se incrusta en la piel, de idas y venidas, de rectificación de planteamientos, modificaciones en la consecución de un resultado final que comienza a asomarse de manera sorprendente y abrumadora para quien guste de las posibilidades de la pintura. Ese azul celeste parece evadirte a una atmósfera volátil, un paraíso cuyas paredes hablan, desde una narrativa lógica y unitaria, para contar una historia, esa historia que todo templo necesita para completar su función y sentido.
Desde este verano esta pequeña capilla se convertirá en una pieza de arte única en Galicia, esa Galicia acostumbrada a ver las paredes de sus templos caleadas para conseguir el ambiente adecuado para la reflexión y el sosiego del espíritu, entenderá ahora que existen diferentes formas de generar ese ambiente y que el color, puede ser un medio tan apropiado como cualquier otro. Ese avance debe anotarse en el haber del autor, Manuel Dimas, pero también de quien presta su patrimonio para avanzar y progresar desde la cultura, como es el caso de Javier Expósito, un coleccionista y amante del arte que, como aquellos mecenas de la Italia renacentista, se ha propuesto marcar una época con esta efervescente joya de color.
Publicado en Diario de Pontevedra 05/09/2010
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