Aquel balón llegó rodando caprichosamente hasta sus pies, procedía de la precipitada conducción del presente del fútbol o por lo menos de lo que muchos nos venden como el fútbol hoy: imagen, publicidad, efervescencia, físico, Cristiano Ronaldo. Se agachó y lo recogió casi con la misma suavidad con la que hace no muchos años lo desplazaba sobre el terreno de juego. Pep Guardiola tenía el balón en su manos, y entonces dudó, fueron sólo unos segundos, pero durante ese breve espacio de tiempo se encontró ante sí mismo, como Hamlet ante la calavera de Yorick, y entonces, traje, jersey de pico y zapatos de punta afilada se convirtieron en una camisola blaugrana con el 4 a la espalda. Guardiola se materializó en futbolista y optó por el vacile al eterno rival, un simple gesto, propio del jugador que por naturaleza no debe facilitarle al oponente su empresa. Fue un gesto en un partido lleno de ellos, aderezo de una exhibición futbolística, pero no nos engañemos, que no debería ir más allá: el retruécano de Guardiola, la mano abierta de Piqué, los alaridos de Valdés son pellizcos al lacerado madridismo tras su incapacidad para contener el juego, y ese mismo madridismo, ese tan dañino que surge de la prensa afín, es el que busca hacer de ellos motivo principal de lo sucedido en la noche catalana. Lejos de ponerse frente al espejo y asumir sus deficiencias, el entorno mediático blanco busca el seguir azuzando el fuego de la rivalidad para con ese humo tapar lo que lejos de ser una vergüenza es parte del largo proceso de aprendizaje que le resta a los muchachos de Mourinho.
A los pocos días de instalarse en Madrid, el técnico portugués comprendió que quedaba mucho por hacer para poner al Real Madrid a la altura de los más grandes. Su fulgurante inicio liguero, además de hablar bastante mal del nivel medio de nuestra liga, aceleró las esperanzas e ilusiones blancas que, tras vencer a diferentes equipos, se dispararon hasta la exageración, como ha quedado patente tras el derbi. En el primer enfrentamiento ante un equipo que debería entenderse como un rival directo, mesura de hechos y posibilidades éstos y éstas quedaron arrasados (penalti y fuera de juego incluidos) por un Barcelona desaforado, acrecentado por los desafíos madridistas, y más que por sus goles, por la imagen de superioridad de una manera de entender, pensar y vivir el fútbol sobre otra. Xavi e Iniesta pusieron las cosas en su sitio, decidieron que no debía existir más discusión, que el fútbol se puede jugar y se debe jugar siempre con el balón. La calavera de Guardiola despejaba todas las dudas, balón, balón y más balón. Mourinho echaba de menos a sus guerreros milanistas y sólo pudo agarrarse a Lass, el canto del cisne de un entrenador que vive fuera de los banquillos y que se pasó el segundo tiempo con el culo pegado al diván culé, olvidándose ya del partido y pensando en otros gestos: en asumir la derrota, en tapar la boca a sus jugadores para que no se desvíen de la línea oficial por él marcada. Este tipo de partidos se acolmatan de gestos, rivalidad y pasión son el caldo de cultivo para que medren como champiñones, el error viene a la hora del análisis y a la sustitución de lo esencial por lo superficial. Muchos se quedarán con la destrucción del mito Guardiola, otros con los cinco lobitos de Piqué, yo me quedaré con la sensación de haber visto el mejor fútbol que podemos ver.
Publicado en Diario de Pontevedra 01/12/2010
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