Parapetado bajo su boina
y tras sus gruesas gafas Manuel Aramburu significa pintura en Pontevedra.
Creador, y maestro de numerosas jóvenes generaciones en esta disciplina
artística, la pintura ha sido desde bien niño parte esencial de su vida. Recorrer el
espacio que se le ha dedicado en el Museo de Pontevedra es recorrer esa existencia de
la mano de esos hierros retorcidos, ajados por el paso de una vida y a la
espera de quien sabe qué destino. Unos hierros que, amén de ser un ejercicio
pictórico, se convierten en un tratado
sobre la vida y la muerte.
Durante varios años matriculado en la Universidad de Vigo
penando un error en la elección de mis estudios pasé más tiempo en la cafetería
de la Facultad
de Ciencias Económicas y Empresariales que en unas aulas llenas de asientos
contables y fórmulas matemáticas que pretendían explicar las fluctuaciones
económicas. De aquel tiempo poco saqué en limpio, pero si algo recuerdo con
absoluta nitidez es un gran mural que colgaba de aquella cafetería. En aquel
momento mis intereses artísticos eran bastante limitados pero sí que entre
aquella imagen llena de amasijos de hierro mi mente disfrutaba de unos
instantes de evasión y sosiego espiritual. Años más tarde conocí a Manuel
Aramburu y viendo su obra me encontré con que aquel pintor había sido el autor
del mural universitario. Nunca hablé con él de aquella obra y lo que significó
en mi vida, pero sí que en alguna ocasión pretendí que me desentrañara el
porqué de esa adicción al hierro como centro de su pintura. Y como suele
suceder cuando buscas una respuesta desde la palabra de cualquier pintor ésta
no me conducía a ningún lado. Siempre las respuestas están concentradas en sus
obras y no hay nada más complicado que saber mirar. Y la pintura es,
precisamente, saber mirar. El pintor a la realidad, para adaptarla a su forma
de entender la pintura, y el espectador a una obra llena de claves sobre una
vida.
Adentrarse en la exposición que Manuel Aramburu ha inaugurado en el nuevo
edificio del Museo de Pontevedra supone encontrarse con las respuestas a toda
una vida. Con el nacimiento, crecimiento, consolidación y madurez de un pintor
que ha derivado en esa propuesta formal que es la chatarra, simplemente como la
manera de desarrollar su comprensión de la pintura. El hierro, material con
numerosas vidas, le permite reconstruir su propia vida para con el óxido
definir una existencia. Buscar la belleza, aspiración máxima del pintor, donde
no la hay y dotar así de una nueva vida aquello que ya había perecido. El
extraordinario trabajo de comisariado de Tino Lores nos va a permitir rastrear
cómo se llega a esta propuesta. Desde aquellos apuntes paisajísticos de los
años cuarenta, pasando por los bodegones, o los espectaculares paisajes de O
Paraño y todo ello para desde finales de los años setenta caer en esos paisajes
insondables, en muchos casos, pletóricos de atmósferas y donde la imaginación
es capaz de presentarnos infinitos significados. El dominio del dibujo, la
extraordinaria paleta y el uso de la espátula son las armas que posibilitan
este derroche de facultades que abruman a quienes pasen unos minutos entre
todas estas obras que, como en una resurrección, parecen volver a la vida a
Manuel Aramburu, algo que él mismo lleva haciendo desde hace muchos años, desde
que entendió que una plancha de metal puede ser el paisaje más hermoso y
evocador gracias al milagro de la pintura. El paisaje de una existencia teñida
de óxido.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 09/12/2012
Fotografía David Freire
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