El mes pasado la
Grand Central Station cumplió cien años. Desde aquel día de
febrero de 1913 se ha convertido en una de las arquitecturas más importantes de
Nueva York y su presencia ha marcado diferentes creaciones artísticas.
Se celebra desde el reciente mes de febrero el centenario de la
construcción de uno de los edificios más emblemáticos de la arquitectura de
Nueva York. La Grand
Central Station abrió sus puertas el 1 de febrero de 1913,
convirtiéndose en un grito de modernidad de una ciudad que acabó siendo la
modernidad misma. Sus vías a dos alturas, sus brillantes suelos de mármol o sus
lucernarios volcando luz a su interior, fueron conformando un espacio al que ya
solo le era necesario el tiempo para convertirse en un elemento icónico, así
como todo un símbolo para una metrópoli repleta de símbolos. Fue entonces
cuando el cine la eligió como uno de sus grandes escenarios: Desde Alfred
Hitchcock con ‘Encadenados’ o ‘La muerte en los talones’, hasta la secuencia
final de ‘Los intocables de Eliot Ness’ de Brian de Palma, con ese carrito de
bebé cayendo por unas interminables escaleras, la Grand Central
Station se convirtió en una referencia fílmica y acabó por formar parte de
nuestro imaginario neoyorkino.
Obviamente la literatura también se sirvió de aquello que siempre
representa una estación de ferrocarril. Un lugar en el que se cruzan nuestras
vidas, un tránsito permanente de personas que van aquí y allá, muchas de ellas
sin un destino fijo, otras condenadas a vagar por sus pasillos y andenes como
fantasmas. Pero también un espacio de encuentros, y como no, de amores y
soledades. En mayor o menor medida la estación y sus circunstancias vitales
fueron adaptadas a diferentes relatos a lo largo de la historia de la
literatura. Scott Fitzgerald, Salinger, Edith Warthon, Thomas Wolfe o Lee
Stringer fueron algunos de los reputados escritores que emplearon ese cruce
existencial en alguna de sus novelas. Pero si hay un libro en el que esta
arquitectura se incrusta de una manera tan singular como efectiva fue la obra
de la escritora canadiense Elizabeth Smart, ‘En Grand Central Station me senté
y lloré’.
Tras uno de los títulos más hermosos que nos podemos encontrar para un
libro se encuentra un canto poético al amor revestido de novela, en el que
página tras página asistimos a las reflexiones de una mujer sobre un amor no
correspondido hacia un hombre casado. En él, el brillante empleo del lenguaje
desborda por todas sus esquinas, y una vez leído se entiende como este libro,
publicado por vez primera en 1945, alcanzó esa consideración de libro de culto
que muy pocas obras logran.
Reeditada en nuestro país por la Editorial Periférica
en 2009, dejarse llevar por sus páginas supone asistir a un tránsito de
emociones permanente que nos deja perplejos por la capacidad de su autora para
describir emociones tan íntimas y sobre todo por el cómo se hace, al fin y al
cabo el gran mérito de todo creador. Ese cómo parte de una mezcla de géneros,
que van de la poesía a la autobiografía o a la propia novela, para configurar
así un relato que, en palabras de uno de sus grandes defensores en nuestras
letras, el escritor Enrique Vila-Matas, define como un “Libro de una bella
intensidad, extrema y rara”. En ese rareza es donde reside el encanto de esta
obra, abrupta y sensual, como corresponde a un relato encendido por la pasión,
el deseo y la insatisfacción de una mujer que no dudó en abrir sus sentimientos
al mundo de una manera tan descarnada.
Además de en ese impactante título, la Grand Central
Station aparece en uno de sus capítulos de remate, cuando el desconcierto y la
zozobra se hace destino: “Mañana a las diez voy a tomar un tren. Todos los
trenes me llevan hacia ríos que me hacen señas, guiños. Cruzando el día o
cruzando el crepúsculo, me abro paso como un rayo dejando atrás los ríos hacia
el río. Un río me espera. Uno, el único, y sabe ya con qué ruido mate caeré
dentro del agua”. Ya ven como se las gastaba Elizabeth Smart. No es de extrañar
que desde que escribiera este extenuante texto en 1945 no se volviese a ver
nada publicado de ella hasta 1977.
Aquellas páginas, nacidas para consumirse bajo su propio ardor, quedaron
ya impresas como el dietario de un amor casi enfermizo, abocado al fracaso,
pero gracias a él nos encontramos con una de las mejores lecturas del pasado
siglo y a la que debido al centenario de la Grand Central
Station volvemos una vez más como un andén irrenunciable de nuestra vida. Aquel
donde la pasión lo explica todo.
Volvemos a la arquitectura que firmaron los estudios de arquitectura Warren
& Wetmore y Reed & Stem, ocupando tres bloques de la calle 42 a la 45 en el centro de
Manhattan, apostando por una estación subterránea, lo que era impensable hasta
el momento y que venía permitido por los nuevos trenes eléctricos que
sustituían a los de vapor. La ingente obra, todavía hoy considerada como el
proyecto más complejo de construcción en los Estados Unidos, tardó diez años en
completarse y se llegaron a encontrar hasta 10.000 obreros trabajando al mismo
tiempo, con el sorprendente dato de no haber interrumpido un solo día el
constante tráfico ferroviario que se registraba en la anterior estación allí
instalada. Su entorno también se modificó al ser necesarios diferentes trabajos
como la demolición de 200 edificios, tres iglesias, dos hospitales, un asilo y
la construcción de centrales eléctricas y un potente cableado que se extiende
por diferentes zonas de Nueva York.
Todo esto es tecnología, arquitectura y ciencia, solo le faltaba vida, el
latido que la literatura es capaz de ofrecer. Gracias a Elizabeth Smart la Grand Central
Station se convierte en un corazón que, con sus movimientos, sincronizados con
las agujas de los relojes, marcan las horas de llegada y salida de los trenes,
pero también los sentimientos de unas vidas llenas de historias. Algunas de una
extrema e inusual belleza, como la que brota de este libro tan emocionante como
imprescindible.
RELACIONES ESPORÁDICAS/2
Publicado en Diario de Pontevedra 4/03/2013
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