Con los museos patas arriba, reinventándose a
marchas forzadas para subsistir en este páramo de agonías culturales en el que
se está convirtiendo este país, hoy se conmemora el Día de los Museos,
celebración que, en el caso del compostelano CGAC, se une a la de sus veinte
años de existencia.
Empieza a quedar lejos aquel año 1993 en el que
Compostela y Galicia superaron dos miedos casi atávicos. Uno, el de mirar
frente a frente al arte contemporáneo, y otro, el de reconciliar la historia de
nuestras ciudades con la arquitectura del presente. Todavía me parece escuchar
las diatribas contra ese ‘engendro’ que un arquitecto portugués iba a plantar a
los pies del intocable barroco compostelano ejemplarizado en San Domingos de
Bonaval. Ese bloque de granito exterior que desparrama su nívea belleza hacia
su interior fue una gesta no solo visual sino mental, una improrrogable
necesidad parida por ese manantial que brota en Portugal con el nombre de Álvaro
Siza.
Un continente para el arte en una ciudad donde la
palabra arte es sinónimo de su identidad. Y ese continente se quedó así, varado
entre el parque de Bonaval y el Panteón de Galegos Ilustres, subido a un
pedestal esperando el paso del tiempo. Pero el CGAC, además de ser museo, para
un conjunto de estudiantes de Historia del Arte fue su punto de ignición ante
su futuro. El mayo del 68 que no tuvimos porque la historia no lo quiso así se
activó con la decisión de retirar de la dirección del centro a Gloria
Moure. Tras la siempre compleja puesta en marcha bajo la dirección del
‘bulideiro’ Antón Pulido, la dirección de Gloria Moure
convirtió aquel centro en un modélico referente para amigos del arte y la
cultura. Europa y el mundo galvanizaban su arte a los pies del Apóstol a través
de unas exposiciones magníficas que hacían saltar de los apuntes a sus
protagonistas para convertise en realidad. Aquel cese nos convirtió en una
especie de ‘jóvenes turcos’ al asalto de la libertad y en defensa de lo que
entendimos que era un vendaval que no podía ser cercenado. No había grises pero
salimos a la calle y hasta debimos zarandear a algún alto cargo. Hasta ahí la
revolución, nuestra revolución, que ya bastante revolucionarios fuimos por
habernos metido a estudiar Historia del Arte a finales del siglo XX.
La vida siguió como siguen las cosas que no tienen
mucho sentido y llegó Miguel Fernández-Cid, pontevedrés de
pro, de los que se lamen las heridas de la Tercera División con el recuerdo de
los Calleja y cía, y todo aquello siguió en pie y durante
siete años el CGAC navegó como un gran buque transoceánico con sus camarotes
llenos de historias, andanzas, exposiciones, fiestas, publicaciones, montajes,
visitantes y artistas. Un esplendor que lo situó a la altura de los grandes
centros expositivos del Estado. Se fue Fraga y eso es como un
cambio de era. Las placas tectónicas cedieron y el bipartito, con cierta
desconfianza hacia las posibilidades de lo que se podía hacer en aquel cajón
moderno, puso el CGAC en manos del alternativo Manuel Olveira.
La crisis comenzaba a asomar sus babas sediciosas
mordisqueando allí donde los políticos entienden que es menos dañina para la
sociedad. ¡Tate. El arte!, dijo uno, o dos, ¡pobrecillos!, y los presupuestos
empezaron a bajar y las fiestas fueron menos fiestas, y las publicaciones menos
publicaciones y las exposiciones menos exposiciones. Así las cosas, las
travesías dejaron los océanos de lado y subieron por ríos como aquellos de los
que escribiera Conrad, convirtiendo el resto del viaje en un
descenso a los infiernos. El Marlow de ‘El corazón de las
tinieblas’ es su director actual, Miguel Von Hafe, quien
meritoriamente pilota ese trasantlántico que va dejando su alma por los
rincones de la memoria. Allí donde descubrimos a Giuseppe Penone,
donde entendimos la huella del fuego como panegírico mediterráneo de la mano de
Kounellis, donde Ánxel Huete nos envolvió en
negro y Manuel Moldes abrió las puertas al alma de las
señoritas de Avignon gallegas: ‘Las mozas de Pontevedra’. Buceamos en la
insondable genialidad de Leopoldo Nóvoa, pero también en la de
Boltanski, Anish Kapoor, George Rousee,
Vik Muniz, Cristina García Rodero y tantos
otros. Imágenes que aparecen mezcladas con palabras de brillantes
conferenciantes como Francisco Jarauta, quizás la persona que
conozco que de manera más intensa deja a la audiencia colgada de sus palabras,
como ocurrió en aquella ocasión en que nos relató cuando fue invitado a cenar a
casa de un amigo en París y, tras entrar en su vivienda, se dio de bruces con
un estremecedor cuadro de Poussin. Y es que esas cosas solo
pasan en los cuentos o en los museos. Mundos hechos para ser felices.
Publicado en Diario de Pontevedra. 18/05/2013
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