luns, 20 de maio de 2013

Museos

 
Con los museos patas arriba, reinventándose a marchas forzadas para subsistir en este páramo de agonías culturales en el que se está convirtiendo este país, hoy se conmemora el Día de los Museos, celebración que, en el caso del compostelano CGAC, se une a la de sus veinte años de existencia.
Empieza a quedar lejos aquel año 1993 en el que Compostela y Galicia superaron dos miedos casi atávicos. Uno, el de mirar frente a frente al arte contemporáneo, y otro, el de reconciliar la historia de nuestras ciudades con la arquitectura del presente. Todavía me parece escuchar las diatribas contra ese ‘engendro’ que un arquitecto portugués iba a plantar a los pies del intocable barroco compostelano ejemplarizado en San Domingos de Bonaval. Ese bloque de granito exterior que desparrama su nívea belleza hacia su interior fue una gesta no solo visual sino mental, una improrrogable necesidad parida por ese manantial que brota en Portugal con el nombre de Álvaro Siza.
Un continente para el arte en una ciudad donde la palabra arte es sinónimo de su identidad. Y ese continente se quedó así, varado entre el parque de Bonaval y el Panteón de Galegos Ilustres, subido a un pedestal esperando el paso del tiempo. Pero el CGAC, además de ser museo, para un conjunto de estudiantes de Historia del Arte fue su punto de ignición ante su futuro. El mayo del 68 que no tuvimos porque la historia no lo quiso así se activó con la decisión de retirar de la dirección del centro a Gloria Moure. Tras la siempre compleja puesta en marcha bajo la dirección del ‘bulideiro’ Antón Pulido, la dirección de Gloria Moure convirtió aquel centro en un modélico referente para amigos del arte y la cultura. Europa y el mundo galvanizaban su arte a los pies del Apóstol a través de unas exposiciones magníficas que hacían saltar de los apuntes a sus protagonistas para convertise en realidad. Aquel cese nos convirtió en una especie de ‘jóvenes turcos’ al asalto de la libertad y en defensa de lo que entendimos que era un vendaval que no podía ser cercenado. No había grises pero salimos a la calle y hasta debimos zarandear a algún alto cargo. Hasta ahí la revolución, nuestra revolución, que ya bastante revolucionarios fuimos por habernos metido a estudiar Historia del Arte a finales del siglo XX. 
La vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido y llegó Miguel Fernández-Cid, pontevedrés de pro, de los que se lamen las heridas de la Tercera División con el recuerdo de los Calleja y cía, y todo aquello siguió en pie y durante siete años el CGAC navegó como un gran buque transoceánico con sus camarotes llenos de historias, andanzas, exposiciones, fiestas, publicaciones, montajes, visitantes y artistas. Un esplendor que lo situó a la altura de los grandes centros expositivos del Estado. Se fue Fraga y eso es como un cambio de era. Las placas tectónicas cedieron y el bipartito, con cierta desconfianza hacia las posibilidades de lo que se podía hacer en aquel cajón moderno, puso el CGAC en manos del alternativo Manuel Olveira.
La crisis comenzaba a asomar sus babas sediciosas mordisqueando allí donde los políticos entienden que es menos dañina para la sociedad. ¡Tate. El arte!, dijo uno, o dos, ¡pobrecillos!, y los presupuestos empezaron a bajar y las fiestas fueron menos fiestas, y las publicaciones menos publicaciones y las exposiciones menos exposiciones. Así las cosas, las travesías dejaron los océanos de lado y subieron por ríos como aquellos de los que escribiera Conrad, convirtiendo el resto del viaje en un descenso a los infiernos. El Marlow de ‘El corazón de las tinieblas’ es su director actual, Miguel Von Hafe, quien meritoriamente pilota ese trasantlántico que va dejando su alma por los rincones de la memoria. Allí donde descubrimos a Giuseppe Penone, donde entendimos la huella del fuego como panegírico mediterráneo de la mano de Kounellis, donde Ánxel Huete nos envolvió en negro y Manuel Moldes abrió las puertas al alma de las señoritas de Avignon gallegas: ‘Las mozas de Pontevedra’. Buceamos en la insondable genialidad de Leopoldo Nóvoa, pero también en la de Boltanski, Anish Kapoor, George Rousee, Vik Muniz, Cristina García Rodero y tantos otros. Imágenes que aparecen mezcladas con palabras de brillantes conferenciantes como Francisco Jarauta, quizás la persona que conozco que de manera más intensa deja a la audiencia colgada de sus palabras, como ocurrió en aquella ocasión en que nos relató cuando fue invitado a cenar a casa de un amigo en París y, tras entrar en su vivienda, se dio de bruces con un estremecedor cuadro de Poussin. Y es que esas cosas solo pasan en los cuentos o en los museos. Mundos hechos para ser felices.
 
Publicado en Diario de Pontevedra. 18/05/2013

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