Bajó
del estrado y un tumulto de lectores le rodeó, entre ellas una señora que
portaba en sus manos uno de sus libros. Ante la petición de una firma, el
escritor portugués no puso buena cara y seguidamente recriminó a la lectora
diciéndole que aquel no era el acto adecuado para ponerse a firmar libros. José
Saramago había llegado a Pontevedra a participar en un congreso sobre Gonzalo
Torrente Ballester y su obra ‘La saga/fuga de J.B.’. Admirador del escritor
gallego, del que curiosamente se celebró el pasado domingo el centenario de su
nacimiento, y en especial de ese título al que comparó con el Quijote, Saramago
se presentó en la ciudad con esa aura que poseen los Nobel y la sensación de
estar tocados por un halo divino. Es posible que junto con Mario Vargas Llosa,
José Saramago sea el escritor del que más títulos haya leído, a lo que se le
suma una mirada del mundo y de sus conflictos tan lúcida y comprometida como
sus propios textos. Desde la rendida admiración que todo ello comporta, y hasta
una asumida condición reverencial, como era lógico y timidez aparte, mi
insignificante presencia pasó desapercibida ante su figura. Sin querer
importunarle mi única intención era la de sentir cercana la presencia del
escritor, corporeizar aquella pluma que tantas buenas horas me había hecho
pasar. Creo que durante unas décimas de segundo las mangas de su chaqueta
rozaron mi brazo, mientras aquella señora reducía su admiración por el Nobel a
marchas forzadas. Me sorprendió su delgadez y altura, pero sobre todo su
calavera, un rostro ajado por los años, huesudo, un armazón en el que se
sustentaba parte de la mejor literatura del momento. Profundo e irónico, serio
y burlón, no sé si me gustaba más leer sus libros o escuchar sus comentarios
tras una pregunta.
El
viaje del elefante ha llegado a su fin. Ese viaje a través de Europa de un
paquidermo de su penúltimo libro metaforiza lo que ha sido su existencia, sobre
todo en lo relacionado con su compromiso con un territorio geográfico y humano,
una realidad fundamentada en la confianza en esta península, en la que cada vez
menos confían, en este rincón por el que apostaba como una unidad, una entidad
que sumaría valores y renovaría su fortaleza secular. Para ese libro el
escritor escogió la siguiente frase de un supuesto Libro de los Itinerarios
como preámbulo a la novela: ‘Siempre acabamos llegando a donde nos esperan’. No
se me ocurre mejor frase para cerrar este recordatorio, o quizás sí. Aquella
señora finalmente se llevó un libro firmado por José Saramago.
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