Tras cumplir 65 años el periodista y escritor Jep Gambardella hace de Roma el objetivo a través del cual mirar a una sociedad y a sí mismo. Más de cincuenta años antes, en 1960 otro periodista, Marcello Rubini, recorre las fiestas de la burguesía romana a la caza de algún famoso. Los actores Toni Servillo ahora y Marcello Mastroianni antes, y los directores, Paolo Sorrentino en ‘La gran belleza’ y Federico Fellini en ‘La Dolce Vita’, componen rutilantes frescos de las sociedades en que ambos se han visto inmersos con el monumental escenario de la ciudad de Roma. Sobre ese territorio de mármoles y jaspeados, de palacios y villas, de luces y sombras, se despliega el perfil de dos épocas a través de dos películas maravillosas, de dos retratos que giran en torno a una belleza que, en el caso de ‘La Dolce Vita’ defiende el orgullo de vivir la vida con la intensidad que se merece, al tiempo que se piensa que, al igual que la ciudad, ésta será eterna; mientras que el rastro que deja el reciente estreno de ‘La gran belleza’ es el de la desolación, el cronómetro a cero de un tiempo decadente y miserable donde solo la posibilidad de asistir y reconocer lo bello, parta de donde parta, permite la subsistencia del ser humano o de lo que queda de él.
Fiestas repletas de personajes propios de un tiempo vulgar y sin más aspiraciones que la meritocracia, delincuentes, horteras, frikis del ‘bunga-bunga’ berlusconiano... todos ellos reflejan lo peor de una Europa hastiada de sí misma y de quienes han ido pervirtiendo espacios tan emblemáticos como los de esa ciudad en la que solo sus piedras e historias preservan un atisbo de esperanza. Y allí, un escritor poseedor de un único éxito en su juventud, tan lejana como irrecuperable, es incapaz de concentrarse para repetir una obra de calidad por las distracciones de la capital italiana, un perverso escenario donde todo es vacío y donde descubrir el fracaso de una sociedad es también asomarse al fracaso individual.
Cinismo, escepticismo, ironía, inteligencia, todo eso y más es ‘La gran belleza’ la película que ha venido a hacer de la noche el fuego fatuo que ilumina la putrefacción que asola este salto de siglo que en tantas cosas nos hace retroceder como especie. Es el mármol de Roma, pero podía ser el ladrillo rojizo de Madrid, o el pavés parisino o el gélido lucerío de Moscú los que enmarcasen ese recorrido nocturno de un hombre a través del desencanto de la vida, donde ya nada parece motivar su interés, donde todo se ha agotado en la mediocridad y en el desprecio a las posibilidades del ser humano y a una cultura redentora que parece abocada a la extinción. Proust en espíritu, Céline en el ritmo, Flaubert en el deseo lejano (siempre Flaubert demasiado lejano), Antonioni en la oscuridad y Fellini en la lucidez confluyen en la posibilidad de gestionar una derrota tan intensa y monumental como la que director y protagonista, ambos en estado de gracia, plantean a lo largo de la película. El hombre derrotado por una parálisis generada por él mismo, por convivir con el exceso y el descrédito de una sociedad que ha dejado de lado a su principal pilar, el ser humano. Pero el fracaso también es el de una Europa que en pocas fechas se citará con unas urnas en las que se nos intentará vender, por parte de los políticos, sus virtudes mientras el continente se deshilacha por todas las esquinas, desde la inmigración ilegal hasta la falta de solidaridad con los estados menos poderosos, desde una política económica mezquina dirigida por la banca, con los intocables márgenes de beneficios de las empresas, hasta unos gobiernos que solo entienden de bajadas de salarios y la desprotección del ciudadano.
Todo ello fluye entre las músicas de Rafaella Carrá y de Bizet, entre atuendos zafios y el desnudo de la escultura clásica, entre el aire de la antigüedad y el que hoy se respira, cada vez más viciado. Extremos que, desde lo patético, nos llevan a la reflexión sobre la belleza, sobre esa dama que el filósofo Rafael Argullol reconoce como un término empleado cada vez más de una manera superficial, vinculado a la moda, la publicidad o a la cosmética, planteando incluso el miedo del propio arte a la belleza. ¡Hasta eso nos han robado!
Fiestas repletas de personajes propios de un tiempo vulgar y sin más aspiraciones que la meritocracia, delincuentes, horteras, frikis del ‘bunga-bunga’ berlusconiano... todos ellos reflejan lo peor de una Europa hastiada de sí misma y de quienes han ido pervirtiendo espacios tan emblemáticos como los de esa ciudad en la que solo sus piedras e historias preservan un atisbo de esperanza. Y allí, un escritor poseedor de un único éxito en su juventud, tan lejana como irrecuperable, es incapaz de concentrarse para repetir una obra de calidad por las distracciones de la capital italiana, un perverso escenario donde todo es vacío y donde descubrir el fracaso de una sociedad es también asomarse al fracaso individual.
Cinismo, escepticismo, ironía, inteligencia, todo eso y más es ‘La gran belleza’ la película que ha venido a hacer de la noche el fuego fatuo que ilumina la putrefacción que asola este salto de siglo que en tantas cosas nos hace retroceder como especie. Es el mármol de Roma, pero podía ser el ladrillo rojizo de Madrid, o el pavés parisino o el gélido lucerío de Moscú los que enmarcasen ese recorrido nocturno de un hombre a través del desencanto de la vida, donde ya nada parece motivar su interés, donde todo se ha agotado en la mediocridad y en el desprecio a las posibilidades del ser humano y a una cultura redentora que parece abocada a la extinción. Proust en espíritu, Céline en el ritmo, Flaubert en el deseo lejano (siempre Flaubert demasiado lejano), Antonioni en la oscuridad y Fellini en la lucidez confluyen en la posibilidad de gestionar una derrota tan intensa y monumental como la que director y protagonista, ambos en estado de gracia, plantean a lo largo de la película. El hombre derrotado por una parálisis generada por él mismo, por convivir con el exceso y el descrédito de una sociedad que ha dejado de lado a su principal pilar, el ser humano. Pero el fracaso también es el de una Europa que en pocas fechas se citará con unas urnas en las que se nos intentará vender, por parte de los políticos, sus virtudes mientras el continente se deshilacha por todas las esquinas, desde la inmigración ilegal hasta la falta de solidaridad con los estados menos poderosos, desde una política económica mezquina dirigida por la banca, con los intocables márgenes de beneficios de las empresas, hasta unos gobiernos que solo entienden de bajadas de salarios y la desprotección del ciudadano.
Todo ello fluye entre las músicas de Rafaella Carrá y de Bizet, entre atuendos zafios y el desnudo de la escultura clásica, entre el aire de la antigüedad y el que hoy se respira, cada vez más viciado. Extremos que, desde lo patético, nos llevan a la reflexión sobre la belleza, sobre esa dama que el filósofo Rafael Argullol reconoce como un término empleado cada vez más de una manera superficial, vinculado a la moda, la publicidad o a la cosmética, planteando incluso el miedo del propio arte a la belleza. ¡Hasta eso nos han robado!
Publicado en Diario de Pontevedra 11/01/2014
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