Cuando hace unas semanas escuché la noticia de que el piano del Café de Rick había sido subastado mi
corazón cinematográfico se sobresaltó. Pensé que ya nada volvería a ser igual.
Que mi visita a ese lugar al que acudo tradicionalmente en Navidad sería muy diferente. ¿Qué sentido tiene entrar en el Café
de Rick si no está Sam tocando ‘El tiempo pasará’? ¿Cómo perderme el
rostro entre desencajado e ilusionado de Ingrid
Bergman al tiempo que en sus ojos pasa la relación con ese hombre del que
estará eternamente enamorada? ¿Dónde iba a esconder Rick esos salvoconductos
que llevarían a Ilsa y a Victor Laszlo hacia la libertad?
Demasiadas preguntas sin una sola respuesta que me calmara.
Durante esta Navidad mis temores se esfumaron, desde la puerta de ese
café en Casablanca mi mirada se
cruzó con la de Rick para permitir mi acceso a ese espacio en el que encuentro
todo lo que durante estos días se nos pretende vender como el espíritu de la Navidad de las maneras más
absurdas, infantiles y etéreas. Allí dentro, entre licores, mesas de juego, el
humo del tabaco y las miradas de esa colmena humana se respira más solidaridad,
fraternidad, sueños, sacrificio, esperanza, amor e ilusión que frente a
cualquier belén, ante los deseos de quienes no saben que existes a lo largo del
año o recorriendo alguno de los centros comerciales que estos días nos atraen
con sus hipnotizadores reclamos publicitarios.
Siempre he sido feliz acodado en esa barra o en una de sus pequeñas
mesitas en las que sé que Rick nunca se sentará a brindar conmigo. Pido un vaso
ancho con dos dedos de Johnnie Walker
etiqueta negra para calentar el cuerpo, mientras el alma se reconforta, como en
ningún otro lugar, viendo como esos personajes tejen sus relaciones en una
Casablanca empleada como punto de huida de la sinrazón de una guerra y como
trampolín para un futuro lleno de posibilidades. Muchas de esas posibilidades
se encierran bajo la tapa de ese piano anaranjado con motivos marroquíes que en
la película en blanco y negro parece brillar como un tesoro cada vez que sale
en pantalla y que alguien ha comprado por 2,3 millones de euros. ¡Así como lo
leen! Es la importancia y la necesidad del objeto en el cine, casi una
humanización de un elemento inanimado, como lo fueron aquella estatuilla de El halcón maltés o el sombrero de Ninotchka y la capacidad potencial del
cine para convertir en eterno todo lo que aparecía en sus pantallas de blancos
y negros tan profundos como la propia vida. Sombras y luces que luchan con una
realidad normalmente monótona y aburrida para transportarnos a unos lugares tan
maravillosos que generan la necesidad de regresar a ellos de manera recurrente.
Cuando muchos se dejan arrastrar por la nieve de Bedford Falls visionando el título navideño por excelencia, Qué
bello es vivir, se echan ciegamente en los brazos del buenismo yanqui del señor
Capra donde todo es redención y
lágrimas de felicidad. Cine, sí, y bueno, también; pero muy alejado de los
matices que la vida va rascando en nuestra piel, cada vez más endurecida por el
paso de los años. En cambio, en torno a ese piano se plantea un cruce de
caminos por el que pasan numerosos personajes en busca de un sueño que podría
ser el de todos y cada uno de nosotros. No hacen falta abetos decorados,
villancicos (¡para qué un villancico si ya tenemos la Marsellesa
con su libertad, igualdad y fraternidad!) o lágrimas de emoción, cuando todas
las lágrimas del mundo se encierran en esa lágrima (quizás la lágrima más
hermosa de la historia del cine) que cae con una densidad incalculable por el
pómulo nacarado de Ilsa al darse cuenta de lo cruel que puede llegar a ser el
destino.
Rick también sabe de destinos y crueldades, como si no de todos los cafés
del mundo ella había ido a parar al suyo. Para alguien cuya patria es la bebida
y que no mira más que por sí mismo, esa presencia es un terremoto de
imprevisibles consecuencias ante el que asistimos estupefactos al ver como todo
empieza a cambiar, siendo precisamente ese piano el que con sus notas y el As
time goes by rasgado de la voz de Sam logran que todo entre en un proceso
vertiginoso. Sam y su piano son los primeros en darse cuenta de que habrá
problemas, gracias a eso sabemos antes que el propio Rick que ese piano será
una caja de pandora llena de resentimientos y amores frustrados capaces de poner
patas arriba cualquier guerra, pero también el cofre en el que ocultar los
salvoconductos que permitirán la redención de Rick, el triunfo del amor y la
conquista de la libertad. Casi nada.
Acabo mi whisky y veo a un hombre grueso acercarse a Rick, el camarero me
cuenta que es el propietario de El loro
azul, otro café de Casablanca y que debe venir a intentar convencer a Rick
de que quiere llevarse a Sam a su local, sabedor de que gran parte del éxito
del Café de Rick está en Sam y su música. Rick se lo lleva junto al pianista
pero éste se niega a ir, es feliz junto a Rick. Y es que la felicidad es
precisamente eso, estar bien en un instante, independientemente de tener más o
menos, lo importante siempre es el ser no el tener. Y los 98 minutos que dura
Casablanca son eso, minutos del ser, no del tener, instantes que te reconfortan
el alma y te dejan una sensación que solo el cine clásico es capaz de conceder
a sus espectadores, y eso sí que no lo sé explicar con palabras, siendo ese
misterio lo que más se asemeje a ese espíritu de la Navidad al que otros
acceden estos días de otras maneras muy diferentes a la mía.
Publicado en Diario de Pontevedra 27/12/2014
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