Con estas palabras se despacha el recién
galardonado Premio Nacional de Poesía,
Luis Alberto de Cuenca, ante el
periodista y cómplice poeta, Antonio
Lucas, en las páginas de El Mundo,
sólo unas horas después de conocerse la concesión de dicho premio. Y el
entrevistador, con las orejas en punta, como el lobo olisqueando la sangre, no
tarda en detectar el titular, en saber cauterizar la herida de esta sociedad a
través del apósito de la poesía: «La poesía es útil y balsámica». Casi nada.
Tirita y mercromina a la vez, en negrita, y con un cuerpo treinta y pico.
Utilidad emanada de su capacidad para procesar la realidad de una manera pura y
diáfana, sin cincunloquios y complejidades; y bálsamo por el alivio que trae
consigo como respiradero de mezquindades y conductas de un ser humano cada vez
más mareado por un entorno que él mismo construye sin demasiados miramientos,
sin demasiadas precauciones.
‘Cuaderno
de vacaciones’, que así se llama el libro, es el petate de poemas que ha
ido llenando Luis Alberto de Cuenca durante cuatro veranos. El espacio de la
hamaca convertido en mirador de la realidad, en versificación de la historia y
en desahogo vital. Los ojos del poeta registrando sensaciones, pulsando latidos
del antes y del ahora, de los Edenes y de los Infiernos, de lo soñado y de lo
sufrido. La luz de agosto, como en la novela de Faulkner, alumbra el parto, la diégesis de un relato que va aquí y
allá, que se encuentra con Guillermo de
Aquitania y con Agatha Christie,
con San Luis de Gonzaga y con una Caperucita Feroz, y con Poe, y Borges y Stoker... y
hasta con el propio Faulkner. Siempre Faulkner. Compañeros todos de ese
circular, del aposentarse en la cultura para envolverse en su bandera, esta sí,
tan bondadosa como agradecida con sus súbditos e ignorante de fronteras. A ella
rinde veneración Luis Alberto de Cuenca desde siempre, desde el ámbito de la
autoría, pero también desde las que fueron sus responsabilidades políticas.
Todo suma. Todo es parte de ese petate.
«Cada vez que un adulto se mira en el
espejo a partir de una cierta edad, la impía y vil Naturaleza lo reclama al
mundo del olvido, donde reina la noche», leemos en el poema ‘Ante el espejo’. El tiempo que todo lo
deforma o que nos coloca en nuestro lugar real, la atalaya desde la que mirar a
través de nuestra propia figura todo lo acontecido. La luz de agosto se rebela
frente a ese reino de la noche, y para ello nada mejor que la poesía,
convertida en el candil que portar entre tanta caverna «porque el conocimiento
es tan solo memoria», frase grabada entre sombras por el poeta en las paredes
de esa ‘Caverna perpetua’. Memoria
de un pueblo desmemoriado que juega a recorrer los callejones absurdos, los
laberintos sin salida, los engranajes chaplinianos, los garrotazos goyescos, y
todo ello sin más pretensión que la de estar, olvidándose de ser. Y la poesía
nos hace ser. Somos seres que entre las muchas cosas que necesitamos, tantas
superfluas y absurdas, quizás la más importante sea la luz, como la que reclamó
Goethe en su lecho de muerte, de ahí
que la poesía de Luis Alberto de Cuenca sea luminosa, de una claridad tal que
ciega a los modernos que configuran la poesía como un jeroglífico pretencioso.
Una claridad precisa para alumbrar ese estado de rebelión permanente en el que
debe residir el hombre para combatir el paganismo de la vida a través de los
que no entienden que cada minuto cuenta, que las complicaciones absurdas, ¡y
nos buscamos tantas!, ciegan cada vez más esa luz hasta convertirla en pozo de
frustraciones.
Esa es la utilidad de la poesía, la de
alumbrarnos, la de permitirnos aliviar las sombras para descorrer un telón de
terciopelo con el tacto de la felicidad, tal y como manifiesta el autor en una
nota que explica el contenido del libro, ya que eso, felicidad, es lo que
significa hacer poesía para Luis Alberto de Cuenca. Este cuaderno vacacional va
más allá de unos cuantos estíos juntando palabras, recuperando la sensación del
niño con sus trabajos escolares para no bajar la guardia, y se dedica a la
comprensión de la experiencia, a calibrar el influjo de lo leído, lo visto, lo
pensado, lo viajado o lo escrito, entendidas como partes de un todo que es el
sumatorio de la vida. Resistencia contra los tiempos de vanidad a la búsqueda
de una «bocanada de aire en los pulmones sin perder la esperanza», porque la
poesía es el albero de la esperanza, el redondel repleto de equidistancias en
el que dejar las huellas del miedo y la frustración, pero también las pisadas
profundas de la alegría. Huellas que nos deben conducir directamente hacia la
belleza, el fin último e insobornable de la vida, la Ítaca a la que retornar, el trampolín desde el que impulsarse ante
tanta mediocridad vampírica, y para ello, como el premiado le confiesa al
entrevistador, a la poesía «no conviene perderla de vista». Que así sea.
Publicado en Diario de Pontevedra 3/10/2015
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