¡O témpora, o mores! Exclamaban los
antiguos en referencia a los buenos tiempos del pasado, a las buenas costumbres
perdidas con el paso de los tiempos. Visitar Roma, caminar por sus calles,
moverse entre sus piedras, plazas, iglesias y monumentos supone caminar por el
tiempo, adentrarse en el Panteón, salir a la arena del Coliseo, sobrecogerse
ante Rafael y Caravaggio, entender el verdadero significado de la palabra luz.
Una semana en Roma significa conocer todo lo maravilloso que es capaz de
producir el ser humano, pero también entender de la caducidad de cada uno de
los periodos históricos y artísticos que hemos recorrido hasta llegar a este
demencial hoy en el que vehículos blindados del ejército deben bloquear las
entradas a cualquier edificio o espacio público susceptible de acoger una
aglomeración de personas.
Roma, con su calor y su violenta luz de
agosto, configura un ámbito de disfrute incomparable. Un encontrarse con esa
dimensión histórica del ser humano que, desde emperadores y papas, ha calibrado
una ciudad concebida como espectáculo ante ese simple hombre que palidece ante
las posibilidades de dioses y santos. Desde las columnas conmemorativas de las
gestas del ejército imperial hasta las cúpulas concebidas en el Barroco, Roma
se gestiona desde lo abrumador, desde ese hacer del ser humano un ser minúsculo
ante la capacidad del poder por dominarnos, por controlar a un pueblo
atemorizado desde las más diversas caras del poder.
Pero como todo viaje este debe
entenderse desde sus sensaciones, desde aquello que flota sobre la superficie
de un océano de descubrimientos maravillosos, de días en los que todo se resume
en las cuatro letras de la palabra vida, en la exaltación del disfrute y del
goce. Pero al echar la vista atrás son un puñado de situaciones las que
sustentan esa semana romana, aquellas que, todavía varios días después, te
erizan el vello con su recuerdo. Esos pellizcos son la luz escondiéndose en un
ocaso monumental contemplado desde el Campidoglio, allí donde Miguel Ángel
cambió el paso de la ciudad; pero también es el sentirse acogido bajo la cúpula
del Panteón mientras un haz de luz entra por ese ojo divino que parece
conectarte con la inmortalidad; o sentarse junto a la primitiva iglesia de
Santa María in Trastevere a tomar una cerveza mientras el sol del mediodía te
aplasta y te sirven una bruschetta homérica bajo la música de Rod Stewart en un
local de nombre ya inolvidable, Ombre Rosse, lleno de carteles de jazz y de
cine. Un espacio único en el que uno se sienta a pensar en los tres años de
Valle-Inclán como director de la Academia de España en Roma y cuyo recuerdo
vienes de honrar con el permiso de una amable funcionaria que me permitió posar
ante las barbas de chivo del escritor en lunes, cuando ese lugar está cerrado.
Cruzo el Ponte Sisto y dejo esas calles del Trastevere con la sensación de que
si me pusieran un cuchillo en el gaznate para tener que dejar de vivir en
Pontevedra este barrio sería uno de los pocos lugares ante el que claudicar.
Uno, que es muy aplicado, se plantó en Roma
con lo que debería ser la biblia del viaje a la capital italiana para
cualquiera. Me refiero al libro de Javier Reverte ‘Un otoño romano’, escrito
durante los tres meses que su autor estuvo acogido por esa Academia que fuera
presidida por Valle-Inclán durante la República, escribiendo, a cambio, otro de
sus maravillosos libros de viajes. El libro llegó a la Estación Termini cargado
de notas, de entradas que deberían ser refrendadas con los pasos del viajero.
Una semana no son tres meses, pero sí que el libro es una brújula incomparable
para ir a donde hay que ir cuando uno pisa la capital italiana. Es el momento
de otro de esos pellizcos, de esas sensaciones que sólo se podrán borrar cuando
se pueda volver a beber de esas fuentes de agua increíblemente fresca que te
acompañan a lo largo de toda la ciudad. Ese pellizco son las pinturas de
Caravaggio, desperdigadas por diferentes edificios que uno debe recorrer como
una procesión de vestales. En Roma si algo hay son pinturas de todos los
tiempos y manos, pero Caravaggio es diferente. El realismo de sus escenas, su
composición o el tratamiento de los temas, que va más allá de lo puramente
religioso, convierten en una experiencia única el citarse ante cualquiera de
estos lienzos.
Dejamos un pellizco más para el final,
quizás el más frívolo de todos, aquel ante el que todo el mundo sucumbe. Miles
de flashes de cámaras de fotos procedentes de los rincones más insospechados
del mundo no dejan de alumbrar a la gran fuente de Roma, la gran fuente del
mundo. La Fontana di Trevi es de esas obras que se hacen para no cansarse nunca
de mirarlas, algo así como lo que sucede con toda esta ciudad tan bella como
inmortal.
Publicado en Diario de Pontevedra 30/08/2017
Fotografía: Cúpula del Panteón (Ramón Rozas)
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