Horas antes de
cualquier viaje suelo mantener una lucha con mi biblioteca, con los
libros que, casi por si mismos, y desconozco en base a qué motivos,
deciden saltar a mi maleta para acompañarme durante unos días. Una
especie de fuerza sobrenatural es la que lleva a mi mano a coger uno
y a dejar otro, a elegir un título o un género literario, sin
calibrar en absoluto las consecuencias de esa elección. Es, en el
transcurso de ese viaje, y mientras leo sus páginas, cuando surgen
las respuestas, dándome cuenta de qué listos y libres son los
libros.
El destino era Italia,
un escenario idílico para cualquier turista. Sol a raudales,
ciudades maravillosas y una constante exaltación de la vida desde el
arte, la gastronomía o las personas. Mi mano, junto al necesario y
más que obligado ‘Un otoño romano’ de Javier Reverte, entendió
que en mi equipaje debería estar un libro de poesía para quizás
suavizar las horas previas a conciliar el sueño tras la fatiga de un
intenso día sometido por el calor o resguardado en la hora de la
siesta junto al aire acondicionado de una habitación de hotel
mientras el ferragosto se estampa en las contras de la ventana o
compaginando su lectura con un capuchino en alguna de las
incomparables terrazas italianas. Todos ellos serían buenos momentos
para medirse con la poesía que, al fin y al cabo, es medirse siempre
con uno mismo.
Y ahí es donde entra
en juego la recopilación que la editorial Visor ha publicado este
año con la poesía de Fernando Valverde (Granada, 1980). Un libro
que desde hace unos meses descansaba plácidamente entre otros
volúmenes en una estantería, silencioso, indolente hacia quien no
había encontrado el momento preciso para su lectura. La poesía de
Fernando Valverde quiso venir conmigo a descubrir Roma y Florencia,
ser una inesperada compañera con la que no se contaba cuando se
hacían las reservas y los planes de visitas. Pero ella quiso estar
allí y ya para siempre no se podrá entender este viaje maravilloso
sin la poesía de Fernando Valverde en aquella habitación mientras
escuchas a dos italianos discutir con sus manos, en un tren a
Florencia o en un descanso a la sombra tras el Palacio Medici en la
plaza de San Lorenzo. Lugares en los que la poesía reclamó su
espacio, reivindicó su imponente presencia en un territorio a priori
imprevisto para ella, pero ella era quien realmente desentrañaba la
realidad: «Al cumplirse los sueños/queda una sensación vacía e
incompleta,/el tiempo detenido y el vértigo al futuro».
Un poemario de ciudades
que recorre no sólo esos escenarios físicos, sino otros más
abruptos, los de un interior que sólo se puede explicar a través de
la poesía: «Las ciudades son como los espejos, retratan tus
defectos y tus manías». Espejado frente a esas ciudades descubrimos
el interior del poeta que en estos veinte años de creación ha ido
desvaneciendo contornos, fundiéndose con horizontes, fríos,
soledades, pérdidas y derrotas. Discurrir por los poemas de Fernando
Valverde es un darse de bruces con la vida, con sus rincones oscuros,
allí donde más difícil es explicarnos y más aún entendernos.
Donde solemos perder la batalla y la fragilidad amenaza con el fin.
Son poemas cargados de frío, de madrugadas sin nadie, de ojos que se
cierran, y ello, cuando estás sentado sobre una secular piedra
ardiente ante el refugio de los grandes mecenas del Renacimiento, te
hace palpar todo de diferente manera, ajusticiado por las aristas de
la existencia que sólo la poesía puede difuminar.
Publicado en Diario de Pontevedra y El Progreso de Lugo 6/09/2017
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