Banderas en la plaza de Sant Jaume (Alberto Estévez/Efe) |
Escribir desde la pena
es jodido. Las comas se sienten confusas, los punto y seguido
aturdidos y los punto y aparte son un abismo. Los acontecimientos del
domingo en Cataluña han sembrado de desesperanza a todos los que
anhelamos, como fin último de cualquier sociedad, la concordia entre
los hombres por encima de cualquier ley, de cualquier papel, de
cualquier frontera o de cualquier bandera.
Hemos visto demasiadas
durante estos días y el agitar de banderas siempre es una inquietud
por todo lo que suele haber tras ellas. Las mejores banderas son las
que están ausentes, las que cuelgan del alma y no de los balcones.
Todo lo demás es una exhibición gratuita, un aquí estoy yo frente
a ti que suele devenir en ese atávico mi bandera no soporta a la
tuya. Pasamos de atizarnos con un fémur a hacerlo con una bandera,
un crucifijo y un ejército detrás.
El domingo todo se
desbordó, cumpliendo las ilusiones de unos y de otros. De unos,
atrapados en su propio laberinto a través de normas creadas a su
propia conveniencia para alentar un referéndum inverosímil, sin
datos fiables, y que sólo sujeta un paso más hacia una
independencia que busca una parte de Cataluña despreciando a otra
parte tan importante en número como ellos; y de otros, que asisten
perplejos a cómo su propia dureza represiva, del todo punto
innecesaria ante un referéndum incapaz de ser asumido y reconocido
por nadie, se convierte en su penúltimo error. Ahora esas imágenes
han dado alas a un independentismo que ha estado jugando a un taimado
victimismo que sólo necesitaba de la colaboración del Gobierno de
España para cuadrar el círculo. Las cargas policiales, las porras y
la sangre han dejado en un pasatiempo dominical las urnas y los
votos. Ahora ambos tienen lo que querían, el Gobierno de Cataluña
sus víctimas y el de España, con un Mariano Rajoy incapaz de ser
más inteligente que los políticos catalanes, una imagen de dureza
que ha llenado el granero de los votos populares de aquellos que se
sitúan más a la derecha en el partido, de cara a futuras
elecciones. Éstas son cada vez más necesarias y urgentes, aquí y
allá, ante una clase política cada vez más mediocre y vulgar que
se envuelve en esas mismas banderas para darle la espalda a los
verdaderos problemas de una sociedad cada vez más radicalizada que
está convirtiendo la calle en un polvorín a punto de estallar de
una manera como nunca nos habríamos imaginado.
El Parlamento europeo
trató ayer lo sucedido en Cataluña. El Parlamento español discute
aún la fecha para que el presidente del Gobierno dé explicaciones.
Así estamos, encelados ante las miserias de unos políticos
incapaces de solucionar problemas, incapaces de meter las banderas en
los cajones y sentarse en una mesa a dialogar para pactar una salida
a esta locura propia del siglo XIX y no de un siglo XXI en el que las
fronteras y las patrias se sonrojan ante la era de internet y las
redes sociales. La violencia y el maximalismo nacionalista deben ser
sustituidos urgentemente por la palabra y por los acuerdos para
resolver lo que demanda con todo el derecho, pero también con todos
sus deberes, una parte de la población catalana, y si se debe
plantear un referéndum que se gestione de una manera inteligente,
con una reforma constitucional y un horizonte temporal que permita
calmar un ambiente que nunca debería llenarse de insidias,
violencias y de una pena desde la que escribir se convierte en un
inmerecido dolor.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 4/10/2017
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