Me acaban de
diagnosticar vista cansada, y lo cierto es que no me extraña con lo
que nos ha tocado ver y padecer en los últimos meses a nuestro
alrededor, con una sociedad a garrotazos con sus banderas o unos
bosques convertidos en un cenicero, y así, lo normal es que el
cuerpo humano, inteligente él, intente dejar de ver.
Llevo unos meses
midiendo la distancia desde la que observar la realidad, una
distancia que distorsiona esa realidad y obliga a mover objetos para
que el ojo los calibre perfectamente. En mi centro óptico me han
enfrentado a esas letras a las que nos someten en cada revisión
ocular que parecen surgidas de una especie de Bauhaus óptica para
calcular así mi distancia ideal a la hora de observar nuestro
entorno, pero también para posicionar esos libros que se convierten,
en estos tiempos turbulentos, en un bálsamo para la vista y en un
descanso para la mente. Desde hace un tiempo esos libros se mueven en
busca de la distancia ideal para su lectura, intentado definir los
contornos de las letras y maldiciendo cada vez más esas ediciones de
bolsillo que aprietan las palabras de una manera inimaginable.
Levantar entonces la mirada hacia lo que nos rodea se convierte en un
tránsito hacia el mundo real y ante el que la vista también ofrece
claros signos de agotamiento.
Dicen los profesionales
que esta anomalía visual surge en el entorno de los 45 años (por
ahí andamos) por una pérdida de capacidad de enfoque del cristalino
debido al paso del tiempo, pero no se dice nada de si lo que sucede a
nuestro alrededor acelera o sirve para incrementar esa necesidad de
corrección del funcionamiento del ojo y, sinceramente, creo que no
se debería despreciar ese factor. Así ver a muchos de nuestros
políticos de algarada en algarada situando en el listado de
prioridades de nuestra sociedad cuestiones que ponen en duda nuestra
convivencia frente a otras necesidades le nubla la vista a
cualquiera. También el enfrentarse como hemos hecho en esta tierra
de nuevo a una catástrofe ecológica que ha dejado maltrechos a una
parte importante de nuestros bosques en un proceso trágico que
parece repetirse de cuando en cuando sin que a nadie parezca
temblarle la vista, más que a los miles de afectados por los efectos
del fuego. Solo estos dos ejemplos más próximos a nosotros, ya no
me quiero meter en las acciones del presidente norteamericano Donald
Trump que, más que vista cansada, propiciarían una ceguera
irremisible, visibilizan situaciones que ponen en peligro nuestros
sentidos y complican cada vez más la relación de nuestro cuerpo con
el hábitat en el que nos ha tocado sobrevivir.
Tras el diagnóstico
llega la solución, inaugurando de esta manera el tiempo de las
progresivas, unas gafas en las que ese tránsito visual entre lo que
vemos entre nuestras manos o en nuestro ordenador no se resiente ante
la ya aceptada y consolidada miopía (si es que no nos falta de nada)
y que tras utilizar las nuevas gafas lo que sí deja en evidencia, y
esto sí que es plausible en nuestra sociedad, es el progreso técnico
de estos elementos en los que una misma lente sin marcas ni
evidencias de su doble función permite esa visión progresiva y con
una cuidada estética.
Pues en eso estamos, en
mirar de cerca y de lejos con ayuda de unas gafas progresivas a este
tiempo en el que que nos movemos. Ese mismo tiempo que va lentamente
dañando a nuestro organismo, haciéndonos recordar nuestro carácter
de especie efímera frente a una sociedad que, pese a sus desmanes,
seguirá ahí, con sus imperfecciones, fruto de un ser imperfecto que
muchas veces, demasiadas, se empeña en acrecentar esas taras con
unas conductas que nos afectan directamente a todos nosotros,
mellando nuestra salud y haciendo que entrar en una óptica o ponerse
en manos de un oculista se convierta en una reflexión sobre cómo
miramos a nuestro entorno y cómo nuestra vista se adapta a él.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo (20/12/2017)
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