En un mes de
numerosas bajas en el ejército de la poesía
dos
poemarios nos deslumbran con su mirada sobre el paso del tiempo.
Recital de Joan Margarit y Luis García Montero en la Residencia de Estudiantes (Kike Para/El País) |
Viene cayendo negra la
nieve en los últimos días sobre los campos de la poesía. Las
numerosas bajas encarnadas en nombres tan destacados como Pablo
García Baena, Nicanor Parra o Claribel Alegría dejan un vacío
físico que sólo sus propias palabras podrán aplacar con el paso
del tiempo. Tiempo es una de las claves de la poesía, tiempo para
experimentar, tiempo para traducir, tiempo para escribir. Pero tiempo
también para horadar el verso, para amortiguar las palabras en la
pausa blanca que reside entre renglón y renglón en la que
contener a los lectores.
Dos poemarios se han
ido abriendo paso entre la nevada de luto como uno de esos
gigantescos rompehielos que tras su paso dejan un cauce de agua
recién descubierta. Y es que eso es la poesía siempre, un manantial
con el que calmar la sed del cuerpo, la perentoria necesidad de
habitarnos a partir de la saciedad.
Uno de esos poemarios
titulado ‘A puerta cerrada’ lo firma Luis García Montero y en él
dice que «el tiempo es un lugar deshabitado». El otro, es obra de
Joan Margarit y, bajo el título de ‘Un asombroso invierno’, nos
encontramos el siguiente diapasón: «Pero una herida es también un
lugar donde vivir». Ambos escenarios, editados en Visor, son un
monumental canto de cisne de dos poetas que alumbran tras ellos un
vivido pasado, mientras el futuro tiende a acortarse ante «la
inminente proyección de la muerte», como apunta el poeta catalán
en uno de sus versos. Versos pletóricos por lo que tienen de
condensación de lo que significa para un poeta el paso del tiempo.
Por engendrar una dignidad a prueba de calendarios, a prueba de otros
seres humanos que, al fin y al cabo, son quienes más atentan contra
esos días que pasan. Poemas repletos de ausencias, de sonidos, de
tactos en la búsqueda de ese amarre seguro ante la encalmada final.
Luis García Montero,
tras sus puertas cerradas, nos obliga a mirar por el ojo de esa
cerradura para asumir el reto de vivir, para evaluarnos ante el
examen de la vida, para calibrar allí donde es urgente la poesía. Y
es en esa urgencia en la que el poeta necesita de ese tiempo en el
que las sirenas sean el silencio necesario para pasar la mano sobre
el lomo de esos lobos que nos amenazan, pero también para recomponer
la figura ante los espejos que nos descubren y buscar así el indulto
de la poesía.
Ambos, milicia de la
poesía, son, al mismo tiempo, un compromiso con la realidad y
convierten su escritura en puente entre el autor y la sociedad.
También ambos han compartido ya varios recitales en común, en
Madrid y en Barcelona para, con la poesía darle en los morros a la
vista cansada de las fronteras, para rajar con la pluma las
acometidas furiosas de las banderas y las necedades de quienes
galopan con cólera sobre el caballo de la soberbia mientras el
pueblo asiste, perplejo y desconcertado, a la incapacidad de sus
políticos por ser. Esta crisis de fondo, si me apuran, mucho más
grave que la económica, es la nieve perpetua de los dos poemarios,
el paisaje de una desolación que destierra al yo confinado cada vez
más a la irrelevancia.
Cada uno de estos
poemarios es, por lo tanto, un salvavidas, una bengala que ilumina y
nos sitúa en el desconcierto de esa nieve que quiere ser blanca pero
que se torna negra con la muerte de los poetas. Son días difíciles
para ellos. «La muerte hija de puta sin estar invitada», como
escribe Luis García Montero, bajo la huella de Jaime Sabines, quiere
convidarse al festín del verso, cobrarse un tributo para el que
nunca estamos preparados. Un tributo que nos hace participar todavía
más allí, donde el poeta escucha sus pasos, en la militancia de la
poesía.
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 31/01/2018
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