El sonido de un
aplauso en ocasiones esconde un ruido espeso, lleno de vergüenzas y
miserias, que resonará en este país día tras día.
Palmas al aire, que
para eso estamos en Sevilla. Todavía, días después de la
Convención Nacional del Partido Popular que llenó el fin de semana
de una incomprensible algarabía en las filas populares, resuena la
ovación que Cristina Cifuentes recibió de sus compañeros de
partido, los mismos que ahora, y con el paso de las horas y las
maniobras desde la sede de Génova ya no aplauden tanto, bajan la
cabeza y sacan el luto del armario para el velatorio.
Si hay algo que sonroja
más que el deseo personal de ver colgado de la pared el título de
un máster, obtenido al precio que sea (los caminos de la vanagloria
humana son inescrutables), es el ver a todo un partido político,
clave en la gobernabilidad de España, y del que dependen muchas
instituciones de este país, aplaudiendo a rabiar a quien desde el
primer momento, y ante las claras evidencias de la mentira, se había
evidenciado como incapaz de demostrar la obtención de ese título. La
orgía de risas, guiños, palmaditas, besis, abrazos y selfies
convirtió a esa convención a orillas del Guadalquivir en un
aquelarre posmoderno, cuando todos, los que estaban allí sentados y
los que se frotaban los ojos viendo la televisión, entendían que
allí ya olía a muerto y no comprendían nada de lo que sucedía.
El paso de las horas
así lo demuestra, con Ciudadanos alentado por el ritmo de M. Rajoy y
su brillante calificativo al partido de Albert Rivera de «expertos
lenguaraces», que obró el milagro para que en cuestión de horas
éstos exigiesen la cabeza de Cristina Cifuentes con la que se habían
mostrado vergonzosamente permisivos hasta esas palabras.
Todos a una, como en
Fuenteovejuna, todos con la ‘Familia’ como reclamó la ministra
de Defensa, María Dolores de Cospedal: «Hay que defender lo nuestro
y los nuestros». A lo que se refiere con ‘lo nuestro’ no lo
tengo demasiado claro y, lo de ‘los nuestros’, cada vez está
menos claro que lo sean. Esas prietas las filas del Partido Popular,
poniéndose de espaldas a lo que sucede en el resto de España,
refleja la soberbia con la que este partido se maneja desde tantos
estamentos y que alcanzan en Madrid la cumbre de esa ostentación de
poder. Un Madrid corrompido hasta el tuétano y que ahora desnuda
ante nosotros a la propia Universidad, servil ante el poderoso, e
incapaz de mantener su autonomía como germen del conocimiento y del
futuro que se debe contener en sus alumnos. Quizás sea de esta
situación llena de caprichos y vanidades, la consecuencia más
triste, el papel de una universidad pública como la Rey Juan Carlos
I que distingue entre ciudadanos de primera y de segunda para sus
exigencias académicas, que valora a unos de una manera y al resto,
el ciudadano común, el que se hipoteca y sufre para que los
estudiantes puedan lograr unos títulos (con cada vez menos becas y
tasas más altas), que sean el orgullo de sus familias, de otra.
A esta ‘Familia’,
la de Cospedal, espero que no se le olvide nunca ese aplauso grosero,
y que retumbe día tras día en sus oídos como una maldición
bíblica para recordarle que los pies en la tierra son la principal
virtud para cualquier político, incluso para el maquiavélico Pablo
Casado que, en una sobresaliente puesta en escena mediática, con sus
impresos de matriculación de otro boyante máster y sus trabajos
realizados bajo el brazo-pocos, es cierto- y sus orgullosas
convalidaciones de asignaturas (18 de 22) le enseñó a Cristina
Cifuentes el camino recto de la virtud política (y de paso el de su
casa, ¡ay, la ‘Familia’!), del que ella misma se mofó, como de
tantos ciudadanos, mirando a un móvil mientras decía: «No me voy,
me quedo, me voy a quedar».
Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo. 11/04/2018. Fotografía EFE (J. Muñoz)
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