luns, 4 de xuño de 2018

Un paisaje para la eternidad

Rue Saint-Antoine nº 170
Obituario ▶ El fallecimiento del pintor Arturo Cifuentes deja para el recuerdo una singular manera de pintar que redefinió una nueva percepción del paisaje. Nacido en Ávila, en 1934, sus amplias miradas al paisaje castellano se tradujeron también en una interpretación de nuestra geografía gallega a la que se sintió siempre íntimamente ligado.

Arturo Cifuentes ante una de sus obras en 1995 (Miguel Vidal)

Establecido en Pontevedra en 1959 esos veinticinco años de paisaje castellano se acomodaron en sus ojos para desde allí entender y reinterpretar un nuevo paisaje, como significó para él el que le concedía la geografía gallega. Arturo Cifuentes encontró en el paisaje la manera de expresar y desarrollar su pintura.
Desde sus primeras exposiciones en los años sesenta el paisaje iba a convertirse en el protagonista de su obra. Materia obligada para cualquier pintor, en este caso el paisaje se convirtió en el protagonista absoluto de su mirada. Puntos de vista elevados, que proyectan hasta un horizonte infinito los campos de las tierras de Castilla en una prolongación interminable, que sólo tiene paralelo en unos cielos que equilibran la composición. Es en ese punto de vista en el que Arturo Cifuentes ha tenido la habilidad de situar al espectador de su obra que, a los pocos minutos de disponerse ante uno de sus cuadros, ya se siente engullido por las percepciones que de él parten. Dibujo, color o luz proporcionan un paisaje de una enorme inteligencia porque a la propia interpretación del paisaje le unía una pincelada de una gran singularidad que era la que le permitía diferenciar sus paisajes de los de cualquier otro pintor.
Los amarillos de los cultivos de cereales castellanos iban sustituyéndose o alternándose con los campos verdes de Galicia. La ausencia de árboles fue poco a poco viendo como éstos se incorporaban al cuadro, como las montañas aparecían, al igual que las rocas de algún promontorio y hasta llegó el mar. Todo lo que suponía pintar un paisaje le interesaba a Arturo Cifuentes. Esa era su medida y su desafío, el retarse con lo más hermoso que puede existir, la naturaleza. Cada cuadro se convirtió entonces en un reto, en el apropiarse de un fragmento de realidad y traducirlo a su pintura. Esa pintura propia conseguía hacer del paisaje un tiempo fragmentado, una congelación de un instante conseguido desde la pincelada y una sorprendente luz, gran secreto de cualquier gran pintor, como sin duda era en este caso.

Desde otra atalaya, la de Vilariño en Poio, construyó otro de esos puntos de vista. Tierra rica, florida de increíbles matices de luces y colores y a sus pies una ría espectacular, con sus reflejos del sol sobre sus aguas, con sus nieblas envolviendo la illa de Tambo. El paraíso de cualquier pintor que sería interpretado una y otra vez desde sus pinceles, pero más allá de ese paisaje, hubo cientos y cientos a cargo de este hombre que pinto para la eternidad. Sus cuadros quedarán ya para siempre instalados en nuestro imaginario colectivo. Sus numerosas exposiciones individuales formaron parte desde los años sesenta del propio paisaje artístico de Pontevedra. Una Pontevedra que también pintó entre lo real y lo irreal como en ese cuadro espectacular que compartió protagonismo en la exposición que el Museo de Pontevedra dedicó a Torrente Ballester y que sirvió para reflejar las brumas que hacian levitar a Pontevedra en el universo torrentino.
Asiduo en las Bienales de Arte en 1986 junto a Falcón y Ferreiro crea el Grupo Eixo. Triángulo pictórico que se convirtió en amistad profunda y respeto entre tres de nuestros mejores pintores que llevaron su pintura y con ella el nombre de nuestra ciudad hacia numerosos puntos de la geografía española.



Publicado en Diario de Pontevedra 4/06/2018


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