Habitantes y
turistas convierten a Pontevedra en un ámbito de relaciones personales
enmarcadas en un escenario privilegiado
Escenario
eterno, Pontevedra configura, durante los meses de verano, un ámbito que cada
vez descubre más gente como un lugar privilegiado para disfrutar de sus
vacaciones. Al mismo tiempo los habitantes de la capital de la provincia hacen
de ella un espacio de mayor esparcimiento, si cabe, que durante el resto del
año, con una programación festiva y cultural que emerge de la propia fisonomía
urbana y que se intensifica durante esta semana festiva en la que los anclajes
de la infancia se reafirman con lo que el paso del tiempo nos ha echado encima.
Muchas de las
fotografías que guardan la memoria de Pontevedra durante el siglo pasado nos
presentan una ciudad pausada, en la que las piedras semejan dormir bajo un
silencio inagotable y sus ciudadanos se mueven dentro de ella con una pesada
cotidianeidad. Eran otros tiempos, fosilizados en blanco y negro, y en los que
sobre todo la ciudad se percibe como un remanso frente a otras urbes que
poseían un mayor dinamismo económico e industrial que modificaba los ritmos de
vida de sus ciudadanos. Pontevedra, ciudad eminentemente administrativa y
comercial, siempre ha sido una ciudad en calma, gustosa de quererse y de hacer
de todo lo que suponga diversión y sosiego para el alma, una de sus mayores
virtudes, aunque muchos vean en ellas un defecto. A su espalda carga con
tradiciones de esas que se dicen seculares, de ritos y hábitos sociales que en
cualquier otro ambiente serían perniciosos, pero que en ella son un elemento
diferenciador sobre el resto de ciudades gallegas y que ha hecho de ella un
entorno especial al que muchos han mirado con desconfianza, durante muchas
décadas, pero ahora, en cambio, la observan con un punto de envidia y hasta de
frustración por no vivir en ella.
Durante estos
días de verano, de estío en forma de sonata, como firmaría uno de nuestros
vecinos más ilustres, el esculturizado Valle-Inclán. Turistas y habitantes
conviven en sus calles y plazas en un canto a la vida que no sé yo si tendrá
demasiadas comparaciones con lo que sucede en el resto de ciudades. Miles de
fotografías inmortalizando nuestros monumentos, abrazos a ese mismo
Valle-Inclán, preguntas sobre quien es ese loro que posee hasta una estatua,
terrazas repletas de personas saboreando nuestra gastronomía, risas y caras de
felicidad que le otorgan a Pontevedra la fuerza necesaria para formar parte ya
de los recuerdos imborrables de cada uno de ellos. Mientras, los de aquí, les
observamos confiados, sabedores de que el embrujo de Pontevedra está actuando,
a través de ese misterio que desprenden ciertas ciudades por sus cualidades
físicas y humanas en cuanto las habitas durante un tiempo.
Esa mirada ya
es en color, el que brota de un tiempo nuevo que ha ido renovando muchas
actitudes y mentalidades para adaptar la ciudad a una nueva realidad. Cuando
nos miramos al espejo de nuestras fuentes nos vemos a nosotros mismos, aupados
al recuerdo de una ciudad que ya no levita, como la recreara genialmente otro
significado vecino, Torrente Ballester, sino que se asienta firme sobre el
suelo, reivindicando, desde diferentes aspectos, sus posibilidades de
transformación, evolución y comunicación con otras realidades. Aquella ciudad
que parecía aislada del mundo, en un enclave perdido de la geografía
peninsular, acoge a miles de turistas que entre el olor a calamares fritos y la
brisa marina que sube por el Lérez gozan durante varias horas de un paraíso en
miniatura en el que el calor sabe medirse convenientemente (quizás este año se
haya medido de más), para incidir todavía más en la calle como lugar de
encuentro y de descubrimiento, algo que, por desgracia, ya se ha perdido de
manera irremisible en muchas otras ciudades.
Publicado en Diario de Pontevedra 15/08/2018
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