Puesta de sol en la ría de Pontevedra desde la playa de Lapamán. (Tintin) |
Posee
el verano esos preciados minutos que durante el resto del año se
ocultan bajo las obligaciones laborales y familiares y ahora se
liberan para añadirlos al imprescindible tiempo de la lectura. Es
por ello que los meses de estío suelen ser idóneos para ponerse al
día con esos libros publicados recientemente que se nos han ido
quedando atrás, pero también para volver a esas catedrales
literarias que, con su frescura interior, permiten que te adentres en
obras inagotables, a las que uno nunca se cansa de regresar y de las
que siempre sale bendecido, tanto por el asombro ante el don de la
escritura como por el inmenso beneficio que depara la lectura de
estos relatos.
Entre los hábitos
veraniegos que uno tiene, manías estacionales, cuando llegan los
días de agosto empieza a sentir en su interior el cosquilleo anual
ante la necesidad de coger entre las manos uno de esos libros y
volver a caminar por ese territorio parido por uno de los mejores
escritores del siglo XX, William Faulkner. Desde que hace unos años,
cada vez más, el estravagario recomendador de textos, Javier Rioyo,
volcó su habitual pasión a la hora de invitar a la lectura en ‘Luz
de agosto’, no pasa un verano sin que revise, si no todo el texto,
sí algunos capítulos, suficientes para sentir el latido
faulkneriano a través de caminos pedregosos, personajes
desarraigados y un destino que juega con todos ellos de una manera
muy similar a cómo lo hace con nosotros en nuestra cotidianeidad.
Hace unos días he
vuelto al estante de mi librería en donde se desborda
permanentemente Yoknapatawpha, el territorio inventado por el
escritor norteamericano, como García Márquez hiciera con Macondo,
Onetti con Santa María o Torrente Ballester con Castroforte del
Baralla, cualquiera de ellos faulknerianos convencidos, y de nuevo,
entre esas vigorosas líneas, se siente esa torrentera vital donde se
percibe un escenario mayúsculo desde una narrativa amparada en la
realidad, pero que se eleva desde la imaginación alentada por un
escritor con el torso desnudo ante una máquina de escribir y una
botella de whisky a su lado, que por algo «la civilización había
comenzado con la destilación», según él mismo creía firmemente.
Bien, ya tenemos el
libro, que no es poca cosa, pero lo que también tenemos abierto de
par en par ante nuestra vista, y demasiadas veces despreciamos por su
proximidad, es otro territorio, éste natural, del mismo calibre en
ese ámbito que lo que significa William Faulkner al paisaje de la
literatura. Una ría de Pontevedra desde la que cualquier punto se
convierte en un observatorio incomparable para sentir esa otra luz de
agosto, la que el sol proyecta sobre nuestra ría y que se enciende
fulgurosa cuando desaparece tras el fugaz y caprichoso equilibrio
sobre la línea del horizonte. Desde Cabo Udra en Bueu hasta el Con
negro en O Grove, ambas columnas vigorosas como las piernas de un
Hércules que flanquean su amplia entrada, hasta otros espacios más
íntimos como Lapamán, las islas Ons, o los cientos de recodos y
playas que flanquean ambas márgenes, son infinitos los rincones
desde los que asistir a ese espectáculo inolvidable que nos
empequeñece y abruma ante su inmensidad.
Cojan
‘Luz de agosto’, hundan los pies en la arena de su playa favorita
o suban al promontorio que prefieran para observar esa puesta de sol,
beban un trago de su bebida favorita y entenderán que la vida es
sencillamente eso: una sensación, un instante que perdurará en el
tiempo sin más pretensiones que las del goce. Busquen ese momento,
se lo llevarán con ustedes para siempre, junto a la luz de agosto.
Publicado en Diario de Pontevedra 22/08/2018
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