Más
conocido por su faceta como novelista, Antonio Muñoz Molina nos viene
presentando de manera semanal en ‘El País’ algunas de las más certeras e
interesantes miradas sobre el arte actual. Para los que no lo sepan el escritor
jienense aparcó los estudios de periodismo para finalizar la carrera de
Historia del Arte. Un amor y devoción por lo artístico que se incrusta en sus
numerosos escritos sobre arte de las últimas décadas. Algunos de ellos forman
parte de este ya imprescindible volumen, ‘El atrevimiento de mirar’, editado
por Círculo de Lectores.
Mirar.
Vivimos en una sociedad repleta de imágenes que nos obligan a movernos sin
dejar de pestañear. De hacerlo nos perderíamos algo de lo que sucede a nuestro
alrededor. Esa saturación ha ido progresivamente deteriorando nuestras miradas,
volviéndose éstas cada vez más fugaces y superficiales. Una pérdida de
intensidad en la mirada que también ha afectado a cómo miramos el arte y cómo
nos enfrentamos a él.
Si
uno se detiene en una exposición a mirar, no sólo a lo que en ella se nos
ofrece, sino a los visitantes, veremos cómo cada vez más éstos pasan de una
pieza a otra sin apenas detenerse ante ellas, convirtiendo la visita en una
acumulación de destellos y perdiendo la oportunidad de profundizar en lo que se
esconde en el interior de esa obra. Normalmente una intrahistoria con un
carácter fascinante en el que acostumbra a residir ese punto de ignición que
posee el arte para provocar en quien lo observa, desde ese punto de osadía que
defiende el autor, ese pellizco que solo el arte es quien de ofrecer al ser
humano.
Con
‘El atrevimiento de mirar’, el escritor Antonio Muñoz Molina, reúne varios
textos escritos a partir de las sensaciones que le han suscitado una serie de
obras a lo largo de su vida y que ya fueron hechos públicos a través de
catálogos o conferencias, a excepción del dedicado a Miguel Macaya. Se genera
así un corpus de reflexión sobre la pintura de creadores tan diferentes como
Georges de La Tour, Francisco de Goya, Edward Hooper, Juan Genovés, Pablo
Picasso, Chistian Schad, Miguel Macaya o el fotógrafo Nicholas Nixon. Textos
que dinamitan esa mirada fugaz, haciéndonos comprender cómo se puede observar
el arte desde la misión de intentar desentrañar el interior de cada una de esas
imágenes, a través, no solo de la acción de un pintor, sino mediante la
comprensión de su propio mundo, el tiempo que le ha tocado vivir, así como
ciertos referentes que se desprenden del estilo de su obra.
Dejando
fuera de toda duda la destreza del autor tanto para la escritura como para el
cómo nos traslada sus pensamientos, si algo nos cautiva y maravilla en esta
publicación, es la capacidad para, a través de esas ventanas, acceder a
diferentes periodos históricos y geográficos, estableciendo toda una serie de
relaciones arrebatadoras para un lector que, en el caso de ser aficionado al
arte, le harán disfrutar como con pocos libros lo podrán lograr. Cada una de
las lecturas se vuelve más atractiva que la anterior por cómo se hila alrededor
del cuadro todo el paisaje de una época, alcanzando su paroxismo con el texto
titulado ‘Teoría del verano de 1923’, en el que parece que nos encontremos
dentro de esa ‘Medianoche en París’ de Woody Allen, ante personajes como Gertrude
Stein, Scott Fitzgerald, Hemingway o Paul Eluard y toda una convocatoria mítica
a partir del cuadro de Picasso ‘La flauta de Pan’. Unas abrumadoras líneas que
transmiten, desde la intensidad de la palabra, un tiempo sin igual, en el que
esa alegría de vivir matissiana impregnó a toda una generación volcada en la
vida y a los que no costó demasiado instalar en sus obras esa perspectiva
existencial.
Pero
es que antes fueron la figura de ‘El tocador de zanfona’ de Georges de La Tour;
el brutal ejercicio ilustrado de Goya con ‘Los fusilamientos del tres de mayo’;
el encuadre de América de Edward Hooper en ‘Oficina en la noche’; la sombra de
una vida en el ‘Retrato del doctor Haustein’ de Christian Schad, las multitudes
caminantes en ‘Amarillo’ de Juan Genovés, la complejidad del paso del tiempo en
‘Las hermanas Nixon’ de Nicholas Nixon; o esa figura pertrechada como un
boxeador de Miguel Macaya, los que sirvieron a Antonio Muñoz Molina de excusa
para llevarnos a la Costa Azul en los años veinte, al barroco francés, a la
España ocupada por el invasor francés, a esa América quizás no siempre tan
realista, a la efervescencia de la República de Weimar, al estilo de un pintor
que puso distancia ante el miedo, a los lazos de una familia a través de una
serie de fotografías o la ‘extrañeza de lo visible’ con la que Antonio Muñoz
Molina nos deja helados por la precisión de esa percepción al referirse a la
obra de Miguel Macaya.
Tiempos,
latitudes, estilos, impresiones evocadas a partir de cada una de esas imágenes
que se incrustan en el cerebro y de las que lentamente surgen conclusiones que
superan ese trabajo y buscan su anclaje en tiempos pretéritos y en establecer
vínculos con creadores coetáneos o anteriores para leer el arte de una manera
permeable a lo que se mueve más allá de su marco. Quienes estudiamos Historia
del Arte lo hubiéramos agradecido en aquellos profesores que limitaban las
posibilidades de expresión de lo artístico a la visión de la pieza expuesta,
negando el arte como reflejo de una realidad a la que nunca debemos renunciar a
mirar. Si ellos no lo hicieron que seamos nosotros los que nos atrevamos a
mirar el arte desde los ojos de Antonio Muñoz Molina.
Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 27/01/2013
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