mércores, 30 de agosto de 2017

Roma


¡O témpora, o mores! Exclamaban los antiguos en referencia a los buenos tiempos del pasado, a las buenas costumbres perdidas con el paso de los tiempos. Visitar Roma, caminar por sus calles, moverse entre sus piedras, plazas, iglesias y monumentos supone caminar por el tiempo, adentrarse en el Panteón, salir a la arena del Coliseo, sobrecogerse ante Rafael y Caravaggio, entender el verdadero significado de la palabra luz. Una semana en Roma significa conocer todo lo maravilloso que es capaz de producir el ser humano, pero también entender de la caducidad de cada uno de los periodos históricos y artísticos que hemos recorrido hasta llegar a este demencial hoy en el que vehículos blindados del ejército deben bloquear las entradas a cualquier edificio o espacio público susceptible de acoger una aglomeración de personas.
Roma, con su calor y su violenta luz de agosto, configura un ámbito de disfrute incomparable. Un encontrarse con esa dimensión histórica del ser humano que, desde emperadores y papas, ha calibrado una ciudad concebida como espectáculo ante ese simple hombre que palidece ante las posibilidades de dioses y santos. Desde las columnas conmemorativas de las gestas del ejército imperial hasta las cúpulas concebidas en el Barroco, Roma se gestiona desde lo abrumador, desde ese hacer del ser humano un ser minúsculo ante la capacidad del poder por dominarnos, por controlar a un pueblo atemorizado desde las más diversas caras del poder.
Pero como todo viaje este debe entenderse desde sus sensaciones, desde aquello que flota sobre la superficie de un océano de descubrimientos maravillosos, de días en los que todo se resume en las cuatro letras de la palabra vida, en la exaltación del disfrute y del goce. Pero al echar la vista atrás son un puñado de situaciones las que sustentan esa semana romana, aquellas que, todavía varios días después, te erizan el vello con su recuerdo. Esos pellizcos son la luz escondiéndose en un ocaso monumental contemplado desde el Campidoglio, allí donde Miguel Ángel cambió el paso de la ciudad; pero también es el sentirse acogido bajo la cúpula del Panteón mientras un haz de luz entra por ese ojo divino que parece conectarte con la inmortalidad; o sentarse junto a la primitiva iglesia de Santa María in Trastevere a tomar una cerveza mientras el sol del mediodía te aplasta y te sirven una bruschetta homérica bajo la música de Rod Stewart en un local de nombre ya inolvidable, Ombre Rosse, lleno de carteles de jazz y de cine. Un espacio único en el que uno se sienta a pensar en los tres años de Valle-Inclán como director de la Academia de España en Roma y cuyo recuerdo vienes de honrar con el permiso de una amable funcionaria que me permitió posar ante las barbas de chivo del escritor en lunes, cuando ese lugar está cerrado. Cruzo el Ponte Sisto y dejo esas calles del Trastevere con la sensación de que si me pusieran un cuchillo en el gaznate para tener que dejar de vivir en Pontevedra este barrio sería uno de los pocos lugares ante el que claudicar.
Uno, que es muy aplicado, se plantó en Roma con lo que debería ser la biblia del viaje a la capital italiana para cualquiera. Me refiero al libro de Javier Reverte ‘Un otoño romano’, escrito durante los tres meses que su autor estuvo acogido por esa Academia que fuera presidida por Valle-Inclán durante la República, escribiendo, a cambio, otro de sus maravillosos libros de viajes. El libro llegó a la Estación Termini cargado de notas, de entradas que deberían ser refrendadas con los pasos del viajero. Una semana no son tres meses, pero sí que el libro es una brújula incomparable para ir a donde hay que ir cuando uno pisa la capital italiana. Es el momento de otro de esos pellizcos, de esas sensaciones que sólo se podrán borrar cuando se pueda volver a beber de esas fuentes de agua increíblemente fresca que te acompañan a lo largo de toda la ciudad. Ese pellizco son las pinturas de Caravaggio, desperdigadas por diferentes edificios que uno debe recorrer como una procesión de vestales. En Roma si algo hay son pinturas de todos los tiempos y manos, pero Caravaggio es diferente. El realismo de sus escenas, su composición o el tratamiento de los temas, que va más allá de lo puramente religioso, convierten en una experiencia única el citarse ante cualquiera de estos lienzos.
Dejamos un pellizco más para el final, quizás el más frívolo de todos, aquel ante el que todo el mundo sucumbe. Miles de flashes de cámaras de fotos procedentes de los rincones más insospechados del mundo no dejan de alumbrar a la gran fuente de Roma, la gran fuente del mundo. La Fontana di Trevi es de esas obras que se hacen para no cansarse nunca de mirarlas, algo así como lo que sucede con toda esta ciudad tan bella como inmortal.



Publicado en Diario de Pontevedra 30/08/2017
Fotografía: Cúpula del Panteón (Ramón Rozas)

domingo, 27 de agosto de 2017

Valle-Inclán caliente

El creador del esperpento es un olvidado precedente de la embajada pontevedresa a México.


“Un tipo completamente extraño, cuya figura exótica llamaba la atención de las gentes. Llevaba un amplio sombrero mejicano, negra y sedosa melena, barba puntiaguda, lentes perfectamente acomodados en una nariz nacida para llevarlos...". Así describía su amigo Antonio Palomero el rastro de la figura de Valle-Inclán por las calles de Madrid, poco tiempo después de su llegada de México, un rastro que no se limita únicamente a su efigie, ya para siempre representativa de su persona, sino que alcanza a su propia escritura y pasión literaria que nunca volvió a ser igual tras pasar por esa Tierra Caliente, a la que llegó por primera vez con 26 años, en 1892. 
Es su propio nieto el que refleja en su recientemente publicado libro biográfico Ramón del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno, como Ramón Mª del Valle-Inclán parte del puerto de Marín hacia Veracruz en el buque Havre. Fue Pontevedra, la ciudad en la que el escritor residía y en la que experimentaba sus primeras aventuras literarias desde el periodismo, la que contempló su marcha trasantlántica, tras la que dejó para siempre orillado el articulismo. El paso por México (al que se dice que fue por el atractivo de esa x en el nombre del país) decidió el futuro del escritor, recalentado por un nuevo lenguaje, por una plasticidad expresiva que le impactó de tal manera que fue el sustento para buena parte de su escritura, por lo menos durante los años siguientes a ese viaje, buena parte del cual fructificó en el que fue su primer libro, Femeninas editado en Pontevedra en 1895, pero también en obras posteriores tan importantes en su carrera como las Sonatas o Tirano Banderas.
En los catorce meses que pasa en México trabaja en varios periódicos de Veracruz y el D.F., participa de algunos escándalos por su afición a los duelos y se trae una maleta llena de objetos que permanecerán a su lado durante toda su vida, recordándole el tiempo en el que por primera vez fue plenamente consciente de querer ser escritor. En la maleta Valle-Inclán se traía también el Modernismo, la poesía de Salvador Díaz Mirón y las "Ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como alientos de mujeres ardientes...". Esa brisa caribeña poco tenía que ver con las brumas gallegas, con las temperaturas de las Rías Baixas y con la estética femenina de una sociedad como la gallega a finales del siglo XIX. El choque, tremendo, cristalizó el deseo de experimentar del escritor y de forjar un territorio de fantasías, ergo, la literatura.
Tras desembalar el contenido de esa maleta, de nuevo en la Pontevedra de la que partió y con la escritura como único objetivo, Valle-Inclán pone en circulación su talento con la previsión de marchar a Madrid, pero para ello había que meter otro elemento en esa maleta, un libro. Su primer libro. El mestizaje de aquel modernismo transoceánico y las lecturas realizadas en la rica y vanguardista biblioteca de los Hermanos Muruáis del decadentismo europeo y unas pizcas de literatura erótica, tanto de libros como de revistas o fotografías que llegaban directamente de París, sirvieron de nutriente para esa colección de seis relatos que integraron Femeninas. La condesa de Cela, Tula Varona, Octavia Santino, La Niña Chole, La Generala y Rosarito fueron esas narraciones, algunas de ellas serán retocadas a lo largo de los años, corrigiendo así pequeños errores de juventud. Seis mujeres protagonizando esas seis historias que en algunos casos irán asomando en relatos siguientes del autor. Relatos de mujeres, pérdidas del amor, enamoramientos y pasiones, aires teñidos de Caribe, adjetivos refulgentes, ironías bajo palmeras, aventuras, colores y calores, sabores, miradas y sonrisas, volcanes a punto de la erupción, espumas cálidas, flores y corazones. Es, por lo tanto, un paisaje hecho palabra, que sobre todo emerge en La niña Çhole, el más destacado de los seis, con un indigenismo que posiciona al relato de manera innegable en las tierras aztecas.
Valle-Inclán y sus Femeninas harán que el Madrid cultural ponga el ojo en aquel señor de porte tan singular que comenzaba a sujetarse a su propia leyenda entre lo estrafalario y lo valeroso, algo a lo que estos relatos de amoríos en escenarios salvajes no hacían más que contribuir a ello, a construir un personaje en función de su propia obra, una imbricación entre lo real y lo irreal, entre la vida y la obra. El artista se hacía.
En 1905 comparte vivienda en Madrid con el pintor mejicano Zárraga al cual le uniría una gran amistad. Las Sonatas, las Comedias Bárbaras y Luces de Bohemia, con su esperpento reflejado en los espejos cóncavos, colocan a Valle-Inclán como un escritor total, un dominador de la escritura brillante y ya considerado. México no se olvida de él y así es como en 1921 es invitado a través del embajador en Madrid, Alfonso Reyes, a participar como "huésped de honor de la República en las fiestas del Centenario de la Independencia Mexicana". Ni Valle-Inclán es el mismo ni México tampoco. El dictador Porfirio Díaz es historia y el presidente Obregón poco tiene que ver con aquella política. Regresa Valle-Inclán pero su vista sigue en México, también su pluma, que le sirve para descerrajar una de sus mejores obras, la novela Tirano Banderas, crónica de un dictador tropical, ecosistema que posteriormente repetirían muchos de los mejores escritores latinoamericanos.
La mala salud comienza a golpear su cuerpo, empieza a pasar largos periodos de recuperación y gusta de taparse con un zarape. Un colorido que le abriga y confiere esa sensación de estar bajo una túnica sagrada, un manto que le retrotrae al principio de su vida literaria. La única importante, la que realmente se inició cuando aquella brisa cálida del golfo le anunció que iba a ser escritor: "México me abrió los ojos y me hizo poeta. Hasta entonces yo no sabía qué rumbo tomar".




Publicado en Diario de Pontevedra 23/08/2017
Fotografía: Javier Cervera-Mercadillo

xoves, 17 de agosto de 2017

Pontevedra en fiestas


Se alborota la ciudad en esta semana de bullicio, alegría y diversión. Es el jaleo de sus fiestas, el romper con los hábitos diarios, el conseguir durante unos días eludir esas agotadoras realidades que nos acosan durante el resto del año. Pontevedra organiza sus fiestas entre sus tradiciones y los nuevos hábitos que hoy en día se imponen en una ciudad especialmente pensada para hacerla escenario de la diversión, hábitat del buen vivir y respiradero de ilusiones.
Con las fiestas de la Peregrina siempre pasa lo mismo, unos se ponen de un lado de la cuerda a tirar de ella y otros desde el otro hacen lo mismo. Un vano gasto de fuerzas que, sobre todo desde la esfera política, deja variopintas situaciones, algunas con un cierto punto cómico, pero que por las fechas asumimos con buen humor. Ahí tienen por ejemplo a Jacobo Moreira presentando un cartel de las fiestas con casitas y logo pepero. Todavía me pregunto qué le llevó al edil del Partido Popular a frenarse ahí y, además de posar con el autor del cartel, hacerlo acompañado de una ristra de bellas y simpáticas jóvenes pontevedresas que podrían competir por ser reinas de las fiestas, o porque no hacerlo con un pregonero de abolengo y sustanciales méritos que nos permitiese, cuatro días después de escuchar el pregón de las fiestas, no seguir preguntando quien era la pregonera de este año. Y es que esta ciudad es así, un continuo tira y afloja entre el ayer y el hoy en la que engrasar ambas dimensiones parece una empresa de una enorme complicación.
Hemos visto un pseudocartel que carece de sentido alguno, escuchado un pregón que poco tiene que ver con lo que debe ser un pregón, pero estamos en fiestas y lo uno y lo otro se borrarán como las lágrimas bajo la lluvia mientras la ciudad hace de sus calles el auténtico ring en el que batirse con la fiesta. Las calles llenas de gente son el mejor barómetro para saber que a esta ciudad lo que le importa es pasarlo bien, que perdona todo y que Pontevedra donde se hace fuerte es en sus calles, compartiendo la felicidad de poder disfrutar del paraíso en el que nos ha tocado vivir. Pero Pontevedra también tiene su historia como sustento del hoy y en sus fiestas deben permanecer todavía imágenes como la procesión de la virgen, su ofrenda floral, los fuegos artificiales, su comida de Amigos de Pontevedra, la batalla de flores, sus gigantes y cabezudos, sus conciertos (actúe quien actúe), sus peñas taurinas (las de la plaza, claro) y los propios toros. Todo ello gustará más o menos, participaremos mucho, poco o nada, nos representará en mayor o menor medida, pero es lo que nos ha ido configurando como comunidad. De lo que no se dan cuenta muchos es que todo eso, a lo que tantos le conceden una inusitada importancia, palidece al lado de lo que de verdad da sentido a esta ciudad. A las cañas con los amigos en el Parvadas, en el Americano o en la de Petete, a los lazos de yema de Solla, a los niños chocándole la palma de la mano a los cabezudos, a Rafa Pintos con su sombrero de copa, a la Peña de la Once trabajando a destajo, a tener que ir por las plazas de la Verdura, la Leña o Méndez Núñez y cumplir treinta minutos de paseo hasta encontrar un sitio en el que poder sentarse, a cruzar Michelena esquivando los coches de pedales, a sacar un número para poder cenar en El Pitillo, a los partidos de fútbol en Curros Enríquez, a los turistas que se preguntan ante la estatua de Valle-Inclán si en realidad era tan poquita cosa, a no olvidar nunca a Sonia Iglesias, a girar la cabeza cuando escuchas la voz de Meli Fandiño dándote ganas de contarle lo de la calle Lepanto a ver si ella lo arregla.
En definitiva, Pontevedra donde se la juega es en la distancia corta, en ese escenario de vida en que se ha convertido en los últimos años y en el que durante estos días hemos asistido a secuencias que hablan de su potencial. El ‘Festival de Jazz’, ‘Aquí cántase’ o ‘Itineranta’ son geniales prolongaciones de la fiesta en que se convierten estos meses y que explotará definitivamente en la ‘Feira Franca’, allí donde todos, los de un lado y otro de la cuerda, se sientan en una misma mesa para lograr la apacible identidad de una aldea gala en el fin del verano. Pero si recuerdan bien en ese banquete el pobre bardo acaba siempre amordazado y atado a un árbol, y ahí sí que les dejo libertad total para que aten al suyo. Mientras se lo piensan acaben bien estas fiestas, las fiestas de una ciudad para todos.



Publicado en Diario de Pontevedra 16/08/2017
Fotografía: Rafa Fariña

xoves, 10 de agosto de 2017

El paseíllo pontevedrés de Rafael Alberti

Noventa años después de aquella cita se mantiene como uno de los hechos más curiosos y singulares de la historia de la ciudad

Rafael Alberti en la plaza de toros
de Pontevedra en 1993 (Rafa)

Nuestra ciudad está repleta de historia y de historias. De relatos que fueron poco a poco conformando una identidad común. En esa identidad la plaza de toros de Pontevedra también ha jugado un importante papel ya que sobre su arena y en sus tendidos se han sucedido infinidad de anécdotas. Quizás una de las más importantes, tanto por el hecho en sí, como por la calidad de su protagonista, sea la que tuvo lugar un verano de hace noventa años, cuando Rafael Alberti, el poeta que en aquellos años todavía no mecía al viento su cabellera blanca y que ya había logrado el Premio Nacional de Literatura por ‘Marinero en tierra’, realizó el paseíllo vestido de luces en la cuadrilla de Ignacio Sánchez Mejías.
«Me he enterado que Alberti anda con gitanos, banderilleros y otras gentes de mal vivir. ¡Está perdido!», comentó Juan Ramón Jiménez cuando llegó a sus oídos las amistades del poeta gaditano. Un poeta amante de los toros que siempre tuvo la ilusión de formar parte de ese mundo. Esa ilusión se cumplió en Pontevedra pero sólo duró unas horas ya que al término de la misma y sin haber puesto el pie fuera del callejón decidió que la fiereza del papel en blanco era más compatible con él que aquel «ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero», como él mismo lo definió, al recrear aquel episodio pontevedrés en la primera parte de sus memorias ‘La arboleda perdida’.
Ignacio Sánchez Mejías también abandonó los ruedos tras la tarde pontevedresa, aunque años más tarde regresaría en los ruedos para encontrar allí la muerte. Él fue quien porfió en que Rafael Alberti se vistiese con un horroroso traje naranja y negro, un traje de luto que conservaba Sánchez Mejías de la muerte de Joselito, su cuñado. Una tentativa anterior casi lograr sacar a Alberti al ruedo en Badajoz, pero finalmente la insistencia de Sánchez Mejías logró que Alberti hiciera el paseíllo en Pontevedra, en presencia del gran cronista taurino José María Cossío y un público, llegado de toda Galicia y el norte de Portugal que llenaba los tendidos al filo de las cinco y media de aquel 3 de julio de 1927. La Banda de Música de Marín marcó el anuncio de ese paseíllo entre cuyos componentes iba el poeta, al que pocos reconocerían de aquella guisa. Fue el principio y final de la carrera taurina de Rafael Alberti: «Menos mal que aquel público gallego no era de esos que piden ‘hule’, como el andaluz o el madrileño, y pude pasar desapercibido, dentro del callejón, durante toda la lídia».
Para bien de la poesía el autor de ‘Sobre los ángeles’ renunció a los riesgos del toreo para protagonizar aquel mismo año, tan sólo unos pocos meses después, una iniciativa financiada por el propio Sánchez Mejías, torero ilustrado, participando del mítico homenaje a Góngora que en Sevilla sirvió para conceder carta de identidad a la Generación del 27.En ‘Aquel momento luminoso’ como lo definió hace pocas fechas Antonio Lucas en un especial de El Mundo sobre esa Edad de Plata, no duden que entre los Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Federico García Lorca o Gerardo Diego, Rafael Alberti relataría su ‘gesta’ taurina pontevedresa.
Aquel paseíllo no cayó en el olvido y tuvo un emocionado recuerdo en 1993, cuando otro Sánchez Mejías, no torero pero sí cirujano, el pontevedrés doctor José Luis Barros Malvar, insistió para que Rafael Alberti regresase a aquel tiempo, al coso de su San Roque querido para pisar la arena de A Moureira, para fijar los pies en el centro del albero e instrumentar aquel pase que nunca se llegó a dar. Un pase que nunca salió de un callejón lleno de sonetos, de raspaduras de vidrio, de galopes, y cometas de oro. Poesías que encontraron un paño diferente al de la franela para ser dibujadas en el aire. Aquel día de verano de 1927 Alberti hizo de Pontevedra la posibilidad de cumplir una ilusión, pero como tantas veces la realidad eligió su propio camino dejando, en este caso, una historia que no se volvió a repetir en ningún otro lugar del mundo.



Publicado en Diario de Pontevedra 10/08/2017


mércores, 9 de agosto de 2017

M.+Pintura=Pontevedra


Un sumatorio preside o estudo de Manuel Moldes. Misterio+Luz= Pintura. Un sagrado frontispicio que semella lembrarlle constantemente ao creador cal é o segredo desa disciplina artística. Percorrer a exposición que baixo o título de ‘Pontevedra Suite’ se amosa no Museo de Pontevedra é converter esa operación noutra que sume ao pintor coa pintura para así obter como resultado Pontevedra. E é que ese é o pano de fondo que suxeita unha espectacular mostra que xira arredor deses fíos invisíbeis cos que as cidades envolven aos seus habitantes. A proposta, dende o plantexamento dos comisarios, Ángel Cerviño e Alberto González Alegre, é unha feliz achega a un tempo moi determinado na produción de Manuel Moldes. Catro anos na década dos oitenta nos que baixo unha produción febril o pintor acubillouse baixo os monfortinos da Ferraría, o estanque das Palmeiras ou ao longo do río Lérez, isto é, fixo de Pontevedra o berce dunha pintura que, xunto coa doutros colegas, fixo estourar toda unha tradición creativa demasiado vencellada ao pasado.
Pontevedra emerxe deste xeito como o lugar no que estar, pero tamén o lugar no que sentir, o espazo da memoria fornecido co camiñar diario, co trato coa veciñanza e, sobre todo, a mantenza dun tempo que esmorece ante o que se entende como unha presunta evolución da sociedade. Pontevedra é capital, pero tamén é pobo, e dese híbrido xorde un ámbito singular, no que personaxes, historias e imaxes redimensionan un espazo físico nun parnaso mítico. Aí é cara onde nos sinala Moldes cos seus pinceis na evocación dun Macondo ás orelas do Lérez no que mergullarnos cadro a cadro, nunha sucesión de fragmentos pictóricos fronte aos que un estremece polo que neles se contén, que non é nin máis nin menos que a propia cidade de Pontevedra. Símbolos, facianas, recunchos, lendas, mitos...todo conflúe nuns lenzos que dende a figuración configuran un itinerario que fai tremer o corpo a quen leva un rato ante unhas pezas nas que se sente a esta cidade como parte de cada un.
Poucas veces unha vila pode atoparse reflectida dun xeito tan intenso como nas tres salas dun Museo de Pontevedra que con exposicións como esta incrementan tamén a súa condición de espazo lexendario no eido cultural da cidade. Todas esas figuras actúan como tótems que balizan unha vida. Seres que xorden do maxín dun pintor que xerou unha nova realidade no seu estudo, alí onde se albiscaba o misterio, alí onde se estudaba a luz, alí onde se paría a pintura. Cada cadro un mundo, e todos estes mundos xuntos son un universo entre pontes e carballos, entres coitelos, cuncas e moletes. Entre cidades que durmen e outras que traballan, entre avós e equipos de fútbol invencíbeis, entre heroicos canteiros, camelias e naos, e entre todo iso temos as miradas, as miradas da cidade que mira á súa xente.
E se falamos de miradas nesta exposición poucas agochan tanto sobre Moldes como as súas mozas. ‘As mozas de Pontevedra’ son o equilibrio xusto que precisaba unha nova pintura. O apego a súa propia tradición dende a modernidade picassiana inxerida nun espazo local no que facer convivir o panteísmo do rural de carballos, arquitecturas e vales xunto á Galicia urbana, a das mulleres que se amosan fronte ao público, sen temores, xestionando os seus propios corpos ante as miradas do espectador. O monfortino, a muller vestida de galega coa pose do monumento dos Heroes de Ponte Sampaio, o león que pecha a Alameda ou as camelias, resitúan toda esa pintura no ámbito local, nun espazo xa universalizado. Miralas a elas é mirar a toda unha sociedade, á muller doente, á inspiración, o traballo, o desexo, o cotiá. Mulleres que miran tamén a ese rapaz dos recados que se converteu en pintor, nun soñador de historias que foron antes sementadas ao longo de moitos séculos e ás que honra coa súa recuperación como sustrato común dunha identidade que agora é toda unha declaración de amor. A Bella Helenes e Teucro bailando xuntos  baixo os sons dun cincel picando na pedra, os ecos dos goles de Pasarón, o murmurio da corrente do Lérez, os foguetes dunhas festas de A Peregrina que xa están a piques de comezar e que non pensaron ter mellor complemento que este agasallo de historias feitas pintura dunha cidade incomparábel.

Publicado no Diario de Pontevedra 9/08/2017. (A exposición 'Pontevedra suite' poderá verse no Museo de Pontevedra ata o 17 de setembro)


xoves, 3 de agosto de 2017

Dous libros


Chegaron xuntos da man. Metidos no mesmo paquetiño procedente da editorial Xerais como un máis dos seus abeizoados envíos. Eran dous libros que se presentaron ante min en xuño de 2016. Non fixeron moito ruido e pousáronse xunto ao meu ordenador sen reclamar a súa lectura. As veces penso nos libros como en compañeiros dunha vida na que eles mesmos son os que reclaman os seus tempos de lectura. O deles aínda non chegara.
Galería de saldos’ de Diego Giráldez e ‘ O espello do mundo’ de Ramón Nicolás, acubilláronse nos andeis da miña biblioteca case sen darme conta. Un día, sen máis, decidiron liscar do xornal e buscar un fogar. Chegaron á miña casa xunto a moitos outros libros e fixéronse un oco, de novo sen buscar o protagonismo, como se soubesen que a súa lectura podía esperar, que as súas palabras e as súas historias non ían fuxir de entre as súas capas, e é que a literatura e a maxia dos libros se contra algo é quen de loitar é contra o tempo, resistirse ao seu paso e non asustarse ante o camiñar dos días.
Pasou un ano e aqueles dous libros comezaron a bulir. Unha especie de vibración chegábame dende aquel andel no que os dous seguían xuntos un ano despois. Un ulular de sereas fíxome, durante varias veces, mirar cara aqueles dous libros que agora si querían que os lese. Collínos do seu lugar e fóronse achegando a min. Eu víaos felices, sabían que en canto rematara os libros que tiña pendentes de ler por traballo, chegaría a súa quenda e o faría en tempo de lecer. Nun verán que ía ser o seu.
Tocaba ir ata Madrid. Dous días cheos de músicas, ledicias, complicidades e caricias que comezaron subido a un avión con ‘Galería de saldos’, un libro de relatos escrito por un colega Licenciado en Historia da Arte. Naquel avión pensei de novo en cómo o destino daquel libro chegara ás miñas mans, un destino que non era outro que facer mellor aquela viaxe, entreterme durante as case dúas horas de ida e volta e tamén descubrir a escrita de Diego Giráldez. Xa ven que tiña moito que facer aquel libro a tantos miles de metros de altura e sen data de caducidade. Os libros forman parte das nosas vidas e a súa lectura intégrase nos nosos momentos de xeito antolladizo, pero un pode enguedellar dende o recordo cada lectura cun instante concreto das nosas vidas.
Volvamos a eses relatos de Diego Giráldez. Irónicos, retranqueiros, tamén cun puntiño de amargura que é como se escribe a vida. Dende o sorriso e a mágoa, dende a luz e a sombra. E así cada un deles, orixinalmente escritos e vencellados a unha obra de arte móvese por eses territorios nos que nos movemos os seres humanos e que por moito que os vexamos dende ás alturas, como parte dun formigueiro, non deixa de pertencer ao que nós mesmos somos.
Pasaron varios días e xa en terra, o sol fíxose un oco nos días de xullo empurrándonos á praia e alí foi onde ‘O espello do mundo’ de Ramón Nicolás cumpriría o seu contrato con este lector. E o certo é que despois da súa lectura un está completamente seguro de que este libro escribiuse para que Ramón Rozas o lera nunha praia da ría de Pontevedra. Nin nun día de outono nin nun de inverno, nin sentado nunha cadeira no salón mentres a chuvia golpea os cristais dunha fiestra, senón sobre a area e fronte ao mar. Alí ese espello que creou o meu admirado mestre na crítica literaria, Ramón Nicolás, brillaba como en ningún outro sitio e a súa enigmática historia sobre freiras, conventos e segredos rachaba anos de esquecemento e de descoñecemento para alumear aquilo para o que a literatura está sempre obrigada, xunto a outras cuestións, que é entreter. O libro pasou nun suspiro e un pensa en tantos meses xunto a el para logo pasar todo nun par de xornadas. Pero ambas foron inesquecíbeis como aquela dobre viaxe en avión, como ingredientes dun verán de 2017 no que dous libros pasaron xa a formar parte da miña vida.
Os dous voltaron aos andeis. Agora noutro lugar, xa que como se fosen enredadeiras os libros buscan o lugar axeitado dentro do seu hábitat en cada momento das súas vidas. Hai andeis por editoriais, outros por autores, outros por temáticas, outros polos libros aos que un regresa unha e outra vez, outro dos libros que se aman... en definitiva, un marabilloso microcosmos feito de libros sen o que un fogar non se podería entender. Aínda que xa pasou un ano dende a súa publicación botarse a ler ‘Galería de saldos’ ou ‘O espello do mundo’ é unha recomendación que lles fago nestes días de verán, dun verán no que eses dous libros quixeron que eu os lese en diferentes situacións, tempo despois da súa publicación, o que me serviu para comprobar que os libros teñen vida propia e que só hai que fixarse neles cun pouco de amor para tentar comprender das súas necesidades.



Publicado no Diario de Pontevedra 2/08/2017


martes, 1 de agosto de 2017

Un novo illote no océano

Vanesa Santiago entra no océano galego da escrita con 'A vida sinxela de Marcelo Firmamento', una fermosísima historia de mares e navegacións que vén de acadar o Premio Illa Nova de Narrativa 2017

SEN DÚBIDA que alguén que nace cando as ondas do mar bican o seu berce está chamado a ter unha vida moi especial. Do resto xa se se encarga a literatura e, neste caso, unha nova escritora, Vanesa Santiago (Fontán, Sada; 1983), da que se nota que a súa formación en Biblioteconomía e o seu traballo en bibliotecas levouna a enchouparse das historias co mar foise encargando, marexada tras marexada, de colocar nos andeis.
Unha nova voz, un novo illote no noso océano literario tan ben surtido de travesías, de escumas salgadas, de lendas a carón da costa, de relatos que fixeron do mundo unha parte do noso, desta Galicia de mar e que polo mar se construiu a si mesma. A vida sinxela de Marcelo Firmamento (Editorial Galaxia) é, ante todo, un libro de aventuras e dende esa faciana, amósase marabillosamente ben escrito por alguén tan nova. A autora non nos aburre en ningún momento, cada episodio, cada acontecemento na vida deste Marcelo é un gozo do literario que nos leva a lembrar outras historias coas que fornecemos o noso maxín de lecturas, coas que medramos como nenos e que xa non nos deixaron, afortunadamente, nunca máis.
Atopámonos en Sada, na década dos corenta, tempos complicados nunha Galicia na que a Guerra Civil viña de rematar, ou mellor dito, que comezaba a deixar a súa pegada en milleiros de persoas. Comezan as preguntas arredor dese neno, Marcelo Firmamento, que busca respostas, que sobe a un barco e navega polo mundo. Viaxes que como toda viaxe ten partes de realidade e de fantasía, de historias que veñen e van, de acontecementos máxicos xunto a outros reais e que te beliscan a pel. De voces baixas. Historias que nos van levar a navegar, porque un lendo este libro sente que a bordo desas viaxes un tamén navega, que forma parte dunha aventura chea de fazañas e descubertas para tentar descubrir a un mesmo. «En cada mariñeiro dorme un ser mitolóxico». Qué gran verdade di este libro cheo de verdades. Un dos nosos tesouros son os mariñeiros, eles aprovisionáronnos non só de produtos do mar, senón de historias e de relatos que forman parte de nós mesmos. Eles, seres mitolóxicos entón, pousaron en terra as súas fazañas e as fixeron humanas para que nós as sentísemos como nosas lonxe das súas naves, das súas noites estreladas, das acometidas do mar. Nós, na terra, temos as súas historias como novas peles que mudar. Lendas que nos van facendo medrar como veciños dunha comunidade pero sobre todo como seres humanos.
Alén das sereas, alén das baleas, alén do amor que serve para o real e para a imaxinación, alén de todo iso estamos nós, seres e lectores que somos felices cando topamos con relatos de liberdade como estes, con escritos que nos levan a sentir máis de cerca o que é noso: o mar, e todo o que o habita. Un mar que podía apelidarse Galicia, xa que hai de nós en tódolos mares. Así este libro tamén é un relato dos que marcharon, dos que saíron e non voltaron aínda que os nosos portos sempre serán os seus. Dende eses portos os vimos marchar, sabendo que non voltarían, pero todos sabemos que non acabaron de marchar. Que algo deles quedou aquí e a partir diso é dende o que Vanesa Santiago non se esquece dos que marcharon. Unha loábel homenaxe aos que foron polo mar, aos que se cruzaron coa balea, os que escoitaron ás sereas, formando entre todos unha cosmogonía mariña baixo o firmamento.

Mar e firmamento como capas dun libro cheo de crebas que neste caso son as palabras que foi poñendo no seu lugar Vanesa Santiago, para escribir un libro, si; para gañar un premio, tamén; pero sobre todo para poñerlle un nome a un novo illote no océano que dende estes días verá como medran nel as narracións que lle darán afouteza á súa escrita. Cando dentro duns meses volva a publicarse outro libro asinado por ela sempre lembraremos estas historias de mar, porque na auga temos a nosa orixe, e alí explicámonos como especie, porén queda a explicación da nosa intelixencia e aí a mellor xustificación e pousar a ollada no horizonte. Onte todo remata, onde todo comeza.


Publicado no suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 23/07/2017