Una biografía
sobre la vida de Amadeo Modigliani a cargo de un testigo de la misma,
André Salmon, y una amplia exposición en la Tate Modern de Londres,
junto a un nuevo escándalo por la exhibición de varias obras falsas
del pintor en una prestigiosa exposición realizada la pasada
primavera en el palacio Ducal de Génova vuelven a centrar la mirada
del mundo del arte en un pintor al que ese mismo mundo orilló
durante su vida, despreciando su obra y todo lo que rodeó a uno de
esos malditos que tanto gusta acuñar a ese mismo ecosistema
artístico.
París, 1906. Un joven
italiano de nombre Amadeo Modigliani llegaba a París, la capital
artística de un mundo que a principios del siglo XX se encontraba
inmersa en un febril proceso artístico en el que este apuesto pintor
nunca encontró un lugar junto a los demás, huyendo de tantos
movimientos y configurando su pintura desde una trayectoria
individual que hizo de él un extraño frente a los demás. Su
carácter y el aura que se generó ante su desordenada vida hicieron
de Amadeo Modigliani una de las figuras más llamativas del arte de
las primeras décadas del siglo XX, y su obra, apestada durante su
vida, fue progresivamente incrementando su valor y aprecio por parte
de coleccionistas y expositores, también por los falsificadores, que
vieron en sus sencillos trazos un camino bien fácil para lograr unos
ingresos que medraban a medida que su pintura recibía un mayor
reconocimiento de críticos e instituciones y cuyo último capítulo
viene de abrirse hace unos pocos días al comprobarse como un tercio
de las obras expuestas en una muestra visitada por cien mil personas
en el Palacio Ducal de Génova resultaron falsas. Esa sensación de
que «Modigliani pintó más de muerto que de vivo», según el
estudioso de su obra Carlo Pepi, no puede evadirse de la gran
exposición que actualmente y hasta el mes de abril se encuentra
abierta en la Tate Modern de Londres con un centenar de obras del
artista.
Hablamos de una obra
que depende directamente de una vida llena de excesos como la de este
pintor nacido en Livorno en 1884 y fallecido en París en 1920. 35
años que vienen de condensarse en un libro esencial para entender,
ya no sólo a un artista, sino a todo un tiempo, el que entre
Montmartre y Montparnasse dejó para la historia algunas de las más
bellas estampas artísticas de la historia, pero también numerosas
vidas ajadas entre excesos, amores y copas de alcohol consumidas en
noches en las que las pinceladas se convertían en un efímero paso
por la vida. Esa vida se relata en el libro ‘La apasionada vida de
Modigliani’ (Editorial El Acantilado, 2017) de una manera muy
diferente a cómo se hace en otras biografías del artista, ya que en
este caso, su autor, André Salmon, compartió muchas de esas
jornadas de encuentros con otros pintores en aquel irrepetible París.
André Salmón fue escritor y crítico de arte, frecuentando desde
1903 los círculos vanguardistas parisinos y trabajando como
periodista para diferentes medios, entre ellos ‘Le Petit Parisien’,
del que fue corresponsal durante la Guerra Civil española. El
periodista consigue sumarle a la biografía de Amadeo Modigliani ese
ingrediente de piel que se echa en falta en otras biografías,
demasiado rígidas y centradas en lo puramente artístico. Leyendo
estas páginas entendemos cómo en las pinturas del italiano no sólo
está una manera de pintar distinta a la de cualquier otro, sino que
que también está un tiempo y un espacio como fue aquel París en el
que vivió Amadeo Modigliani, convirtiendo a este texto en mucho más
que una biografía individual, prolongándose como la biografía de
un tiempo y un espacio.
Para Amadeo Modigliani
la pintura siempre fue un acto de resistencia, de joven, cuando se
enfrentó a su padre, un comerciante de pieles y de carbón, y no un
banquero como tantas veces se afirmó, que se negaba a apoyar las
inquietudes artísticas de su hijo. Un hombre esbelto y elegante que
hizo de su belleza y atractivo un ingrediente más de esa vida que
iba a estar siempre condicionada por su endeble salud, por una
afección respiratoria que la iría minando junto a sus excesos hasta
la muerte por una tuberculosis que fue derivando en una meningitis
cerebral. Pero entre esos dos momentos Modigliani desarrolló una
vida intensa como pocos artistas y que se podría iniciar en esa
llegada a París en 1906 y en un rápido encuentro con Picasso en el
barrio de Montmartre en el que se instaló el pintor italiano. A
Picasso, que en aquellos momentos comenzaba a dinamitar la pintura,
aquel joven de buena familia le prestó cinco francos que tiempo
después le serían devueltos por el creador de ‘Las señoritas de
Avignon’ con cien francos metidos en su bolsillo en una noche de
borrachera.
Modigliani fue
rápidamente haciéndose con aquel espacio y contactando con pintores
maravillosos: Derain, Vlaminck, Matisse... pero también con otros
mucho menos conocidos como el chileno Manuel Ortíz de Zárate con el
que tendría una gran amistad labrada en horas y horas de cafés y
locales en los que Modigliani comenzó bebiendo copas de vino tinto
para después pasar al ron y al consumo de hachís. André Salmon
relata cómo ese consumo de alcohol, y sobre todo el de drogas como
el opio o el hachís, era habitual, siendo un un mercado muy
accesible. Las preguntas enseguida se agolpan alrededor de esta
búsqueda continua del alcohol como una manera de aplacar los
demonios ante la impaciencia por lograr la genialidad a la que se
aspiraba desde los pinceles. Ese alcohol y su ingesta continua y
masiva a todas horas se convirtió en uno de los círculos del
infierno de un pintor con un carácter imprevisible e irascible que
tuvo siempre la lectura de la ‘Divina Comedia’ de Dante, como uno
de sus asideros creativos y vitales. Desde bien joven memorizó
pasajes de la obra literaria que no dudaba repetir en sus
conversaciones con los personajes de aquel París consumido en sus
propias pasiones.
Amadeo Modigliani
cambiará el barrio de Montmartre por el de Montparnasse, una nueva
zona de París en la que seguía enfrentándose a sus demonios y a
unos lienzos en los que era incapaz de alcanzar lo que él mismo
quería reflejar. Retratos y desnudos a través de unas líneas muy
marcadas, la influencia de la escultura, no tanto la africana como la
etrusca, fueron amalgamando esa pintura que era una discusión
continua sobre sus resultados, no sólo consigo mismo sino con los
otros pintores del momento. Es maravilloso leer como André Salmón
relata los diálogos entre genios de la pintura sobre sus
pretensiones y sobre los caminos del arte en unos momentos llenos de
encrucijadas. Pero no sólo la pintura inquietó a Modigliani, su
amistad con Brancusi le llevó a la escultura, y a ‘robar piedras’
como él mismo denominaba a aquellas noches en las que se dedicaba a
buscar un soporte para esa escultura.
Pero la vida de Modigliani,
también es la vida del amor por dos mujeres, dos entre tantos amores
ocasionales. Beatrice Hastings y Jeanne Hébuterne. La primera
aparece definida en este libro como el valor ante la pintura,
mientras la segunda se convertiría en la fe por esa misma pintura.
Sólo junto a Jeanne Hébuterne Amadeo Modigliani domó a ese puñado
de demonios, por instantes se despegó del alcohol y una moderada
calma le hizo alcanzar una inesperada felicidad en los últimos años
de su vida. Años en los que su existencia comenzaba a apagarse al
tiempo que nacía su única hija y su pintura comenzaba a ser lo que
él mismo había buscado desde aquellos primeros dibujos en unas
viviendas que aspiraron pero nunca fueron un taller de pintura. Pero
lo que nunca vio Modigliani fue el éxito de su pintura, incluso
meses antes de morir el gran marchante Ambroise Vollard, que alentara
la obra de Cézanne y Picasso rechazó comprar sus obras, algo de lo
que no tardó en arrepentirse.
El maldito Modigliani
se apagaba en un hospital tras sujetar la mano de la única persona
que le concedió paz, aquella mujer, Jeanne Hébuterne, tantas veces
retratada en sus cuadros, horas después se arrojaba embarazada por
una ventana a las calles de París. Las calles que pisó Amadeo
Modigliani antes de morir y de pronunciar las que fueron sus últimas
palabras: ¡Italia! ¡Cara Italia!
Publicado no suplemento cultural Táboa Redonda. Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 21/01/2018