luns, 9 de abril de 2012

Inmortal Atticus Finch

Estudiantes y familiares de los protagonistas de 'Matar a un ruiseñor' acaban de asistir a una proyección privada de la película en la Casa Blanca. Al mismo tiempo, el propio presidente Obama grababa unas palabras que acompañaron la emisión por televisión del film, incono de la tolerancia y la integridad del ser humano que este año cumple medio siglo.


En 1960 Harper Lee publica su primera y única novela, ‘Matar a un ruiseñor’. En 1961 la obra fue merecedora del Premio Pulitzer y un año más tarde, un joven director, Robert Mulligan la convirtió en una película con el mismo título. Robert Mulligan tenía treinta y siete años y pertenecía a una nueva generación de directores americanos que hicieron saltar por los aires muchas de las convenciones del cine clásico de Hollywood adaptándolo a los nuevos tiempos, puestos, inevitablemente, en relación con el gran fenómeno de la imagen del momento como era la televisión. John Frankenheimer o Stanley Kramer eran algunos de sus compañeros de camada, junto con otro extraordinario director, Alan J. Pakula, que en esta película participa como productor. La sensibilidad de todos ellos iba más allá del cine como mero espectáculo, fin casi último del periodo anterior, poniendo en valor otras componentes que deberían ponerse en relación con la capacidad de este arte para involucrarse en su tiempo, para diseccionar a la sociedad, y como en este caso, para ofrecer una radiografía de la sociedad americana de los años sesenta desde la perspectiva de los años posteriores a la Gran Depresión en que se centra el argumento de la novela de Harper Lee.
Es, desde esta mirada, desde la que ‘Matar a un ruiseñor’ se ha convertido en una película admirable, objeto de culto por parte de la sociedad norteamericana como referente en cuanto a la plasmación de temas como la educación en la infancia, la justicia o el racismo, solo por citar tres de las claves sobre las que se sustenta una película que también es ejemplar en cuanto a elementos  del mundo cinematográfico, como el guión, la fotografía o el trabajo de los actores (especial atención merece Gregory Peck en el papel de Atticus Finch, el padre viudo de dos hijos que, como abogado, debe defender a un inocente de raza negra acusado de violar a una mujer blanca), para confluir así en uno de los legados sobre el ser humano más hermosos nunca realizado.
Infancia. Narrada por la hija pequeña de Atticus Finch, toda la película es presentada desde los ojos de unos niños que ven como su padre se debate en la búsqueda de la justicia dentro de un ambiente donde ésta es suplantada por el ambiente opresivo de la Alabama de la Depresión. Una mirada dirigida solo a unos pocos años antes de la creación de la película, pero que permitía tanto a la autora de la novela, como al propio director, denunciar el ambiente que en lsa décadas centrales del pasado siglo se vivía en los Estados Unidos en lo relativo al racismo. Pero es desde esa aproximación a la infancia desde la que la película alcanza toda su potencia visual, a partir de ella se recrea una ambientación que ahonda en los miedos infantiles, en su relación con los adultos, en la educación y la conquista de valores y en una inocencia que choca frontalmente con el mundo de los adultos. Un territorio confuso, donde el juego se entrelaza con el drama y con los descubrimientos que van haciendo que el niño abandone ese territorio mágico. Para ello hablábamos anteriormente de lo importante de la ambientación y aquí se trabaja de manera ejemplar desde el guión y desde la puesta en escena con una iluminación llena de sombras, de zonas de misterio que nos recuerdan a otra gran película de niños y miedos como es ‘La noche del cazador’ (Charles Laughton, 1955). La pequeña Scout y su hermano Jem, añoran a su madre, pero en su padre encuentran el refugio y el sostén necesario para ir comprendiendo que no todo en la vida es siempre hermoso, que crecer comporta nuevas conquistas y nuevos logros para progresar como seres humanos y en relación a sus semejantes, aunque posteriormente la vida pueda hacer saltar por los aires esos progresos.
 Justicia. La figura del abogado Atticus Finch, nunca suficientemente aplaudida en la interpretación realizada por Gregory Peck, emerge en un ambiente inhóspito como el garante de la justicia y la búsqueda de los derechos del ser humano. Con independencia del color de la piel, todo hombre merece ser defendido y aunque la sentencia parezca decidida de antemano por los condicionantes sociales, todo hombre debe y merece confiar en la justicia. Poco cabría esperar de una sociedad donde esto no fuese así. Es por ello que en los EE.UU. se coloca a esta película en una especie de altar de lo que debe ser el correcto funcionamiento de una de sus piedras angulares y como cualquier hombre puede desempeñar desde sus ideales esa defensa a ultranza del ser humano, y por consiguiente, de la justicia. La secuencia del juicio en la que Atticus Finch realiza la defensa, para lo que no ha dudado un segundo en poner en juego su vida y la de sus hijos, del inocente joven negro acusado de violación, es de una honestidad abrumadora y refleja tanto lo que la justicia puede conseguir, como lo pernicioso que puede resultar al hacer un mal uso de ella.
 Racismo. “Yo tengo un sueño”, fue una de las frases implacables que Martir Luther King pronunció al término de la ‘Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad’ en 1963, solo un año después del estreno de esta película. Un hecho capital en la historia de la comunidad negra en los Estados Unidos, sometida al acoso de numerosos ciudadanos blancos llenos de prejuicios que en muchos casos acababan en ataques violentos contra sus miembros. La sucesiva incorporación de la raza afroamericana a la igualdad de derechos con la raza blanca fue un proceso sumamente lento que definió gran parte de la historia norteamericana durante el siglo XX. Harper Lee se sirvió de un hecho real, uno de los muchos que debió conocer en los estados sureños, para detenerse en esa problemática, y Robert Mulligan, dentro de esa ola de buscar un mensaje dentro del cine no dudo en poner imágenes a ese maravilloso texto. Como tampoco dudó Gregory Peck, tras leer de corrido en una noche la novela, en ponerse en la piel del abogado defensor de un negro, algo que varios actores declinaron ante el miedo al ruido que podría traer ese trabajo. Así que, en pleno debate de la década de los sesenta, sobre la igualdad de derechos ‘Matar a un ruiseñor’ se afirmaba como un valiente ejercicio en un entorno más que caldeado, donde se estaban jugando muchas cosas y donde este tipo de actitudes desde lo cinematográfico deben tener una enorme consideración.
Así fue y así es, y es por ello que ‘Matar a un ruiseñor’ tiene una dimensión, incluso hoy en día que excede lo fílmico para adentrarse plenamente en lo social y estructural de una sociedad repleta de miedos y temores. Presagios que podían surgir de esa infancia a la que nos deberíamos agarrar siempre como germen de nuestra felicidad, como geografía de una sensación casi onírica que puede romperse con inusitada facilidad. Un quebradizo instante en el que los niños dejan de ser niños para ser hombres y donde la justicia debe convertirse en el amparo de nuestras mayores conquistas. Las conquistas del ser humano.

Publicado en Diario de Pontevedra 09/04/2012

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