domingo, 26 de setembro de 2021

La maldad oculta

 

[Ramonismo 82]

Bibiana Candia novela la historia de centenares de gallegos llevados a Cuba a trabajar como esclavos



Está nuestra tierra repleta de historias que el paso de los años ha ido sepultando bajo el peso de un olvido generado por numerosas cuestiones que van desde el miedo a ser contadas hasta la vergüenza por reconocernos en ellas, y no de la mejor manera posible. Bibiana Candia (A Coruña, 1977) ha rescatado una de esas historias y la ha hecho novela bajo el título de ‘Azucre’, con el apoyo de la editorial Pepitas de Calabaza. Se nos propone así una revisión de la odisea de cientos de jóvenes gallegos que fueron llevados a Cuba en la búsqueda de lo que ellos pensaban un futuro cargado de sueños y esperanzas, acabando en una pesadilla que los convirtió en esclavos bajo el sol caribeño y afrontando extenuantes jornadas de trabajo.

Nos traslada, en el que es el debut en la novela de Bibiana Candia, autora de poemarios y libros de relatos, así como colaboradora habitual en revistas como Jot Down o Letras libres, a mediados del siglo XIX, a una Galicia atrapada en sus siglos oscuros y que entre epidemias y hambre convirtió la vida de las clases más desfavorecidas en un permanente calvario con escasas posibilidades de mejora. De ahí que cuando se abre una pequeña ventana a la ilusión ésta no entiende de realidades o realismos, agotándose normalmente en ese deseo personal por huir de la penuria habitual, sin calibrar las posibles consecuencias de los actos. Algo que se ve acrecentado cuando la propuesta de mejora parte de personajes inhumanos, de seres que solo buscan el crecimiento económico propio, desterrando cualquier atisbo de complicidad con sus semejantes. En esta posición es en la que nos topamos con un nombre, el de Urbano Feijóo de Sotomayor, gallego en Cuba que hizo de esa necesidad de numerosos jóvenes gallegos una posibilidad económica para sustituir la mano de obra esclava en Cuba procedente de África.

Bibiana Candia nos regala este relato, porque así hay que calificarlo, como un auténtico regalo literario, no solo por lo que tiene de descubrimiento, de revelar la odisea de aquellos muchachos sino por cómo se presenta ante nosotros. Siempre se nos dice que ese cómo se cuentan las cosas es el gran valor de cualquier artefacto literario y esta novela es buena prueba de ello. Fragmentos breves, palabras cortantes que se hunden en nuestra historia y la importancia de la palabra como luz desde la que nombrar las cosas. A esta última situación alude la propia autora durante el relato, al valor de las palabras y la importancia de nombrar, aunque sea de manera diferente a aquello que ya conocemos. Estos gallegos, ejemplificados en un grupo de rapaces con complicidades de juventud, lo último que ven en su partida es el coruñés castillo de San Antón, para llegar, tras su travesía atlántica, a otro fuerte, este rodeado de inmensas extensiones de caña de azúcar, azucre, a partir de ahora, encontrándose un paisaje inesperado bañado por una luminosidad desconocida e hipnótica, y con una geografía impensable con todas las posibilidades para ser paraíso, convirtiéndose finalmente en infierno.

Una paga miserable, por debajo de los propios esclavos que ya estaban allí, el cuero marcando la piel y sus ojos amalgamando el pasado de brumas, lembranzas y romerías festivas, con el presente abrasador convertido ya en un abismo vital. Y para describir todo ese escenario la palabras de Bibiana Candia actúan como latigazos ante la mirada de un lector que no para de preguntarse ¿cómo pudo ocurrir esto?, ¿cómo no se ha contado antes?, ¿cuántas historias más similares a esta se guardan para evitar otro sonrojo?

Una carta cruza el Atlántico haciendo el camino inverso al de aquella expedición. Unas palabras de denuncia, de llanto, de crujir de dientes, de necesidad de justicia y salvación. Así es cómo se conocerá en España aquel itinerario del horror que desde entonces reposa, junto a otras misivas, reclamando ayuda, en el archivo del Congreso de los Diputados.

«Este lugar tiene que ser bueno, todo lo bueno tiene que suceder con esta luz, un lugar con esta luz no puede traer cosas malas, la maldad se oculta, no podría sobrevivir aquí», escribe Bibiana Candia en un instante de un libro que está lleno de instantes. Párrafos perfectamente medidos, muy cuidados y en los que cada palabra activa un resorte que no necesita de ornamentos literarios. Una pureza que remite a la inocencia de aquellos muchachos que la vida se encargó de convertir en militantes de la desesperanza y que, paradójicamente, el destino vistió de blanco para desarrollar ese trabajo en las plantaciones caribeñas.

Leer ‘Azucre’ es abrir uno de esos párrafos ocultos de la historia, desconocidos para la mayoría de las personas y al que, en este caso, Bibiana Candia aporta la dignidad necesaria para que lo conozcamos al tiempo que nos hace disfrutar de una gran pieza literaria.

 

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 25/09/2021


xoves, 23 de setembro de 2021

Cuerpo de mar. Alma de poeta

 

[Foguetes verdes]

El periodista cultural y poeta Antonio Lucas presenta hoy en Pontevedra su primera novela, ‘Buena mar’, ambientada en un arrastrero gallego en el Gran Sol y el viaje en él de un periodista



En la cubierta de ‘Buena mar’ un marinero mira a través de un ojo de buey como las olas se encabritan ante el infinito. En el corazón de esta novela, el estreno como narrador de Antonio Lucas, una frase del poeta Wallace Stevens: «El alma, dijo, está compuesta/ del mundo externo».

Esa dualidad del viaje, entre el mundo exterior, metaforizado en esta ocasión a través de un océano a cuyo centro se dirige un arrastrero que parte del puerto de Vigo; y el interior, balizado por un periodista que desea conocer cómo es ese trabajo pero que realmente lo que busca es conocerse a sí mismo ante lo que queda en tierra, es la fuerza motriz de esta novela con un claro protagonismo gallego. Resulta sorprendente como este madrileño, acostumbrado a acoger a gallegos a su alrededor, ha hecho de nuestro hábitat el espacio en el que foguearse en la novela, presentándonos así, desde el sello Alfaguara, una novela muy bien escrita, en la que hasta los ‘carallos’ están bien colocados, con latidos poéticos que acarician esa prosa que tiene mucho de reportaje, pero también de un discurrir certero por una travesía que, marea a marea, se va convirtiendo en una travesía interior.

Protagonizada por un periodista, este itinerario hacia el corazón de las tinieblas, nos descubre con el paso de las páginas y el contacto entre el invitado y la tripulación, el verdadero motivo de subirse al ‘Carrumeiro’ para hacer de esas «profundidades del mar», de las que hablaba Virginia Woolf, un espejo en el que encontrarse a sí mismo.

Me gusta la pirueta de quien tiene ya ganado el prestigio, como poeta y como periodista cultural de tronío, para lanzarse a la novela, para navegar por nuevos territorios y ponerlos ante los demás. Los que llevamos muchos años siguiendo a Antonio Lucas, admirando su condición de islote en El Mundo y su talento para entrevistas, opinión y reportajes culturales, siempre con ese hálito poético tan particular para fijarse allí donde la prosa no alcanza, nos echamos a esta ‘Buena mar’ sabedores de que no habrá fraude y sí verdad y honestidad. Algunos de esos textos que el papel prensa obliga a caducar cuelgan a mi alrededor, salvados del olvido que seremos para, como mariposas, seguir aleteando mientras las teclas intentan hacer algo parecido a lo que propone el maestro. Ese «rumor entrañable» del que hablaba Claudio Rodríguez me hace retomar el inicio de una columna de 2013 titulada ‘Las uvas de la ira’, en la que Antonio Lucas arrancaba así: «Cuando John Steinbeck escribió esta novela, levantó desde las palabras un compromiso de justicia con la vida». Ahora que él mismo ha escrito una novela que nos presentará hoy en Pontevedra, rodeado por los anillos verdes Cronopios y junto la periodista Susana Pedreira, también establece un compromiso. En primer lugar con la cultura, esa que lleva enarbolando tantas veces como un mohicano entre la pólvora sin desmayo, por lo menos aparente; y en segundo, con el deseo de contar, de narrar una historia, renovando esa ambición ancestral del ser humano. Si hasta ahora se ha contado a sí mismo a través del hatillo de poemas que carga a su espalda bajo el negro Visor, ahora es el turno de contar otra historia, ajena, o quizás no tanto, en la que ese periodista comparte viaje con un épico grupo de marineros gallegos, como tantos anónimos que día a día se juegan el cuello en jornadas infernales, allí donde la dimensión humana palidece ante el desafío planteado por la naturaleza. A ese barco nos sube Antonio Lucas para conocer una historia, pero también las historias de generaciones y generaciones de marineros acostumbrados a que lo épico sea poco más que un cigarrillo que se fuma mirando las acometidas del océano. Sus descripciones, sus pasajes cargados de palabras henchidas de la sensibilidad que solo un poeta puede insuflar al léxico, nos transportan a un mar que para unos es vida o muerte, mientras para su protagonista es una distracción ante lo que sucede en tierra, ese lugar al que volver pero volver sin ser el mismo. Porque como escribe en uno de sus poemas Antonio Lucas: «Cuánto tiempo necesita tu pasado/ para hacerse pájaro y huir».

 


 

Publicado en Diario de Pontevedra 23/09/2021


domingo, 19 de setembro de 2021

Seguir vivo... o no

 

[Ramonismo 81]

Fernando Aramburu en ‘Los vencejos’ nos acerca a los últimos días de un hombre frente al desencanto de la vida



TONI pone fecha a su final en este mundo. El 31 de julio, un año después de tomar esa decisión, este profesor de instituto, separado de su mujer, con un hijo, una perra y un único amigo, dirá adiós a una vida que cada vez aborrece más. «La vida me parece un invento perverso, mal concebido y peor ejecutado. A mí me gustaría que Dios existiera para pedirle cuentas. Para decirle a la cara lo que es: un chapucero». Así nos recibe, a las pocas líneas de empezada, esta novela de Fernando Aramburu, editada por Tusquets que, a partir de ahí, y a lo largo de sus casi, casi, setecientas páginas, se dedica a visualizar este último año de vida a través de la escritura de un relato propio que busca explicar el porqué de esa decisión y cómo todo lo que le rodea le aboca a desaparecer de un entorno cada vez más incómodo.

El fracaso de su matrimonio, la decepción que supone su hijo, el enfrentamiento desde la infancia con su hermano, el desengaño del sistema educativo en el que trabaja... y un puñado de razones más van, progresivamente, minando una moral incapaz de remontar esa frustración, pese a aquello que le concede un instante de tregua ante el abismo: su perra, los libros y observar el vuelo de los vencejos. «Una buena lectura, un lengüetazo cariñoso de mi perra, la contemplación de unos vencejos en la luz del atardecer, eso me basta», apunta Toni en un momento de su Diario. Todo ello, junto con los caprichosos destellos de la amistad del que es su único anclaje de confianza con el ser humano, su amigo Patachula, se convierten en la última posibilidad de redención, de evitar un destino que le apartará del triste espectáculo del mundo en el que las personas y sus actos, tanto desde la esfera pública como desde la más privada e íntima, no hacen más que golpear a un Toni que, página tras página, día a día, en esa cuenta atrás, se va despidiendo de espacios físicos, de ámbitos humanos, de sus libros, sus queridos libros, en definitiva, de una sociedad en la que cada vez se evidencia como más inadaptado y que se vuelve extraña y agresiva para quien no dudaría en convertirse en una de esas aves que durante toda su vida no se posan en lugar alguno, volando permanentemente, menos cuando es el tiempo de la crianza de los polluelos. Los vencejos emergen como una poderosa metáfora de esa distancia necesaria con nuestro mundo, de la capacidad de observación desde las alturas y la posibilidad física de involucrarse lo menos posible con nuestro sistema vital a pie de calle.

Ese espacio de vida de nuestra contemporaneidad también se abre al escrutinio de Toni y poco le ayuda a recobrar el ánimo. Un depauperado sistema educativo en el que nuestros jóvenes se abocan a un futuro incierto, unos políticos generadores de ruido y escasos de generar confianza en el ciudadano, el obsceno papel de no pocos medios de comunicación, el conflicto de Cataluña... situaciones de nuestros días que Fernando Aramburu incorpora en su relato como algo más que una pincelada fugaz, enmarcando el relato, acercándolo al lector y destilando, a través de esas miradas, una ironía que por otra parte es marca identitaria del autor. Del mismo modo todo el libro se tiñe de esa voz tan singular de Fernando Aramburu, la que nos cautivó a muchos con títulos como ‘Ávidas pretensiones’, ‘Autorretrato sin mí’ o ‘Las letras entornadas’, la que supuso un pelotazo más que merecido con ‘Patria’ y que aquí nos desarbola como lectores afines a su discurso con un personaje lleno de sombras, oscuro, y hasta odioso en sus comportamientos sociales desde el que, a buen seguro, el propio autor nos quiere incomodar en muchos momentos ante sus palabras y actos. Una tensión que brota en muchos instantes de estas numerosas páginas que en ocasiones se hacen demasiadas, pero que en su cantidad también te producen esa mímesis con el personaje en el agotamiento ante lo que le rodea y que llevará a ese punto final, a un desenlace lleno de recovecos que debemos descubrir. Aves de paso bajo cuyo vuelo la vida se mueve en unas coordenadas muy diferentes a las de la naturaleza y en un Madrid al que Fernando Aramburu regala una novela convulsa, amarga y descreída.

 

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 18/09/2021


luns, 13 de setembro de 2021

Un balcón a la vida


[Ramonismo 80]

Memoria, dolor y asombro convergen en una lúcida reflexión ante la desoladora realidad generada por el covid

 


TOMATES y virus como caras de una misma moneda. La de los meses de un encierro que volteó nuestra sociedad y, al mismo tiempo, el interior de muchos de nosotros. Antonio Muñoz Molina convirtió su vivienda madrileña, y en especial su balcón, abierto a la calle O’Donnell, en una especie de observatorio desde el que hacer de su mirada un tintero para generar una escritura que en los últimos años ha hecho de lo urbano una suerte de tubo de ensayo de lo que somos hoy en día. El experimento, como en libros anteriores, caso de ‘Un andar solitario entre la gente’, no es demasiado esperanzador con nuestro destino. Ruido, contaminación, deterioro de lo público, una clase política a la baja... síntomas más que evidentes de que la cosa no va bien y a eso se le ha sumado el proceso catártico que ha supuesto una epidemia que nos ha vuelto a poner frente a un espejo para que nos demos cuenta de lo que realmente somos. El escritor y académico ha colocado ese espejo a la altura de un balcón de un Madrid que focalizó hasta la extenuación lo que sucedía en este país, apareciendo en él reflejados los aplausos de la esperanza, pero también las sombras de la muerte que, como una plaga bíblica, recorrió las calles de este país.

Al tiempo, en ‘Volver a dónde’, editado por Seix Barral, Antonio Muñoz Molina ensancha esa mirada del hoy activando un proceso memorialístico que se evoca al ver cómo crecen sus tomates plantados en el mirador urbano de su balcón que lo llevan directamente a su infancia de Úbeda, la Mágina que ha supuesto tanto en su literatura, recuperándose de una manera estremecedora en la plasmación de un mundo que se agota de manera inexorable y ante el que enfrentarnos a ese virus ha acelerado dicho proceso. La tierra, la familia, pero sobre todo esa madre a la que finalmente este libro homenajea hasta sus últimas consecuencias, nos sitúan ante ese amor que surge del nexo familiar como quizás lo único que haya tenido sentido a lo largo de estos meses convulsos. Una raíz que Antonio Muñoz Molina prolonga a través de la infancia de su nieta, convertida, como su propia madre, en los extremos de un universo generacional lleno de incertezas y ante el estupor sobre lo que acontece a nuestro alrededor desde ese febrero del pasado año cuando no éramos quien de calibrar lo que estaba por llegar y que, llegados a este punto actual, tampoco hemos sido capaces de extraer las enseñanzas adecuadas del drama, del caos y del dolor. Las deficiencias de nuestro sistema sanitario, en gran parte motivado por la merma de inversión económica, o el desprecio hacia nuestros ancianos, descuidados hasta la ignominia en cientos de residencias son, a buen seguro, el gran arañazo en el alma que nos llevamos todos, junto a las cifras de víctimas mortales.

Todo ello propició un silencio denso y oscuro en el que el tiempo presente se convirtió en un vacío de horas, días y meses. El autor de ‘Volver a dónde’ cauteriza ese presente entre sonatas de Beethoven y los Episodios Nacionales de Galdós (tan visionarios de este mismo presente y de nuestra desgarradora identidad), también con la mirada ecológica hacia una ciudad que tendría que aprovechar para entenderse como más sostenible y eficaz con el ser humano. «Otra forma de vivir sería posible», escribe, como una especie de SOS, ante una de las últimas posibilidades para hacer de la urbe una comunidad de afectos y no una amenaza permanente. Pero más allá de ese presente en silencio surge un pasado que resuena desde la memoria íntima, un eco de emociones, olores, sensaciones y tactilidades que convierten esa maceta de tomates urbanita en el trabajo en el campo, en los pies hundidos en la tierra del hortelano que mima ese campo como parte de sí mismo.

‘Volver a dónde’ es la mirada comprometida de un hombre ante su sociedad, la identificación del yo ante la comunidad y la conciencia de un tiempo que se mueve demasiado rápido y ante el que solo unas cuantas músicas, un puñado de lecturas, una caricia cómplice, una copa de vino al caer la tarde y el amparo de la memoria, conceden un instante de tregua cuando la desazón semeja triunfar ante el declive de la vida.



Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 11/09/2021

domingo, 12 de setembro de 2021

A porta da imaxinación

 



Mulleres espidas, campos de millo, cruceiros, romarías, imaxes medievais, aves fantásticas… a pintura de José Solla é un canto constante á imaxinación e a xerar portas para que a nosa mente e a nosa vista se acheguen a un paraíso lúdico e sensorial que só a arte é quen de xerar hoxe en día.

Cando en 2018 o director do Museo de Pontevedra, Carlos Valle, me encargou o comisariado dunha ampla mostra retrospectiva que percorrería a obra de quen xa cumplirá os noventa anos o que fixo foi poñerme ante un home que xa coñecía ao coincidir con el en non poucas exposicións en Pontevedra e na nosa contorna durante as súas obrigadas visitas a Bueu e Marín, espazos irrenunciábeis na súa vida persoal pero tamén hórreos dunha inspiración artística que non deixaba de medrar ano tras ano. Esas inspiracións gardábanse nas súas maletas e no Mar de Plata abrollaban en novos cadros, en longas superficies de traballo que fixeron de José Solla un dos máis sobranceiros artistas daquela xeografía austral tan querida para nós. Nesas exposicións de verán José Solla, coa súa xa avanzada idade, amosaba un entusiasmo desbordante sobre as propostas pictóricas das que sempre suliñaba algún aspecto e gustaba comentar cos que compartíamos con el o gozo de velo ano tras ano. Ao traballar durante varios meses no seu refuxio de Bueu, aberto á ría, coas Ons como fondo máxico, e coas areas das súas queridas praias de Agrelo e Portomaior como espazo de distracción, comprobei como ese entusiasmo e paixón pola pintura eran o seu maior pulo para seguir cumprindo anos, para seguir gozando con cada nova obra, revisando as anteriores ou mesmo con cada liña feita sobre o papel.

A exposición que se inaugurou en xullo de 2018, sendo a gran mostra do verán pontevedrés, amosou a súa evolución artística dende aquela figuración cubista dos anos setenta, cos portos que tanto o engaiolaron de novo. Eran auténticos desafíos para o pintor que nacía dende o traballo coas formas e a disolución de elementos e nos que a imaxinación comezaba a impoñerse á realidade. Bodegóns e paisaxes completaban aqueles momentos de autoaprendizaxe. “Cada tarde é un porto”, escribiu Borges, e así foi para José Solla. Aqueles portos eran, ao tempo, o fío que enguedellaba as dúas orelas do Atlántico, ás que tan unido estaba coas súas viaxes, coa súa familia na Arxentina, coa súa terra natal de Marín, co seu universo máxico de Bueu, cunha Galicia que facía levedar unha compoñente mítica e ancestral como sustrato dunha obra que comezou a explorar novas posibilidades tras esa primeira etapa, pechada cunha Medalla de Ouro na II Bienal de Arte de Pontevedra en 1976.

Asomouse José Solla ao noso universo do Románico, aos tímpanos das igrexas para, subido nunha especie de ave do paraíso, abrir a porta aos soños e a unha desbordante imaxinación, enchéndose dende entón as súas obras de toda unha mitoloxía impactante para o espectador, pero sen esquecer nunca o debuxo no que tanto insistía como ferramenta básica de calquera artista e do que denunciaba o pouco caso que se lle facía na educación dos novos creadores. De feito insistiu moito para que na mostra do Museo o debuxo tivese un espazo importante, e así foi como adicamos toda unha sala a visualizar unha serie de traballos rápidos, apuntes feitos nun instante, moitos deles en viaxes polo mundo, en cafeterías ou hoteis, algúns como base de pezas posteriores, pero nos que se podía captar a natureza última do artista, a capacidade de observación e o apunte visceral.

As obras medraban nas súas capacidades, ao tempo que o facía a súa pintura, e a súa imaxinación precisaba de artellar un sistema para darlle acougo a esa frenética creatividade, e así creou as chamadas ‘Portas’, unha especie de panel onde se producía unha sorte de narratividade visual que lembraba os cantares dos cegos da antigüidade con múltiples esceas que nacían dos sustratos dos mitos galegos e que se enchían co universo onírico. Esas pezas tamén permitían a súa plasmación en superficies máis alá do pictórico e así Bueu goza na praza Massó dun dobre panel de pedra, ‘Inés-Palmira’ creado pola Escola de Canteiros de Pontevedra, no que reposa a nosa identidade e tamén a dun home que nos abriu ao longo da súa vida toda unha chea de portas para que cada un de nós academos o paraíso para, como escribía Cortázar, “obrigar á realidade a que responda aos nosos soños”. A iso mesmo se adicou, ao longo de máis de noventa anos, un ser irrepetible, José Solla, que da man da súa nai ía de cativo ás feiras de Marín e onde comezou a pintar recollendo imaxes na súa retina que non o abandoaron nunca, formando parte da súa pintura, e que abofé foron coas que pechou os ollos por última vez.




Publicado no Diario de Pontevedra 11/09/2021

Fotografía. Archivo Gráfico Diario de Pontevedra

 


luns, 6 de setembro de 2021

La luz del faro

 

[Ramonismo 79]

‘El cazador de ángeles’ de Antón Castro es un reencuentro y la celebración de la vida con todo lo que supone

 


ANTÓN CASTRO es un faro gallego a los pies de El Pilar de Zaragoza, un embajador atlántico de sensaciones, sirenas y olas saladas que una y otra vez se empeña en hacer subir la marea hasta los mismos Monegros. Nacido en Lañas (Arteixo) nunca renunció a ese carácter identitario de nuestra tierra, echándose a hablar gallego a la mínima disculpa. La vida lo llevó a Aragón y allí configuró una de las más importantes trayectorias como periodista cultural de España. Referente para muchos de los que empezamos a picar piedra en esto, recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural en 2013, por su labor, principalmente en El Heraldo de Aragón, y colaborador en diferentes medios, pero nunca renunciando a su propia obra como novelista, autor de relatos infantiles y poeta. Textos en gallego y en castellano que hablan de este ser a la continua caza de unos ángeles que, como las sirenas de las que le hablaba su padre de niño, eran más bellas cuando las imaginas que cuando te las encuentras.

Armado de esa imaginación Antón Castro realiza un viaje desde aquel primer itinerario en bicicleta desde Santa Mariña de Lañas hasta nuestros días, que condensa en ‘El cazador de ángeles’, editado de manera primorosa por la editorial Olifante, para, desde diferentes miradas, unas más poéticas, otras más prosaicas, otras en las que se cruzan las amistades y otras en las que los instantes de la vida a través de lecturas, caricias, miradas, mares, pinturas, noches y paisajes, convertir este libro en  toda una celebración de la vida hecho por alguien agradecido por ser parte de esa fiesta.

Arrancan las moriñas gallegas con recuerdos de la infancia, brumas, sabores y leyendas que generaron una patria irrenunciable en el autor, aunque la emigración luego lo situase en otro paisaje, pero aquellos años sementados de espumas surgidas de ariscos rompientes, de carballeiras entre indescriptibles verdes y pequeños campanarios recortados en el cielo de mil azules, lo encadenaron a una memoria que está siempre presente en sus trabajos. Esa devoción solo tiene parangón con el permanente agradecimiento por el asombro, por encontrarse textos, pinturas, pieles o paisajes capaces de evocar una belleza que, como aquellas sirenas de las que le hablaba su padre, podían surgir en el momento más imprevisto. Pero aquí la realidad sí que era quien de acoger al cazador de ángeles, a quien gozase de una mirada capaz de detener el tiempo y provocar una conversación que luego podía formar parte de ese proceso comunicativo que Antón Castro inteligentemente entiende como vital para una sociedad que se precie. Desentrañar a Chillida en Venecia, a Lita Cabellut en su estudio, un poema de Becquer o a su amada Zaragoza y presentárselos a sus lectores es parte del contrato establecido con la vida.

Sabio traductor de todas esas realidades, recorrer estos textos supone acompañar al autor por todos esos mismos escenarios en la permanente convocatoria de la serenidad, el amor y la belleza, únicos estados del ánimo donde todo cobra sentido y la mirada se hace limpia para observar con mayor precisión aquello que nos rodea. Esas miradas, como la luz del faro que quebranta la noche, iluminan nuestra lectura, ya no solo desde lo ameno de lo narrado sino desde una contagiosa felicidad por lo vivido. «No hay nada más hermoso que vivir», arranca uno de los poemas, una expresión grabada sin ningún pudo cuando semeja que hoy en día todo debe ser dolor y furia, pena y compasión, de ahí que cada uno de estos textos tenga mucho de suma, de empujón para lo que queda, para continuar la singladura, y llenar de viento las velas.

«Fomos ficando sos/o mar o barco e máis nós», apuntó Manoel Antonio a bordo de aquel pailebote frente a un horizonte inagotable, ante el que ahora se rebela Antón Castro para no dejarnos solos en la travesía, para generar todo un cúmulo de complicidades que nos permitan, desde lo alto del acantilado, alcanzar un instante de belleza, cazar un ángel, para así confiar en nosotros mismos y cuando nos tiemblen las piernas escuchar aquello de: «Mamá, o neno».



Publicado en Revista. Diario de Pontevedra. 4/09/2021

 

'Nada' de Carmen Laforet en la versión cinematográfica de Edgar Neville

 

En la singular cinematografía de Edgar Neville la adaptación de la novela 'Nada' de Carmen Laforet, tres años después de hacerse con el Premio Nadal, muestra el interés que desde bien pronto despertó la obra de una autora de la que hoy se celebra el centenario de su nacimiento el 6 de septiembre de 1921.




Esta novela, ganadora del Premio Nadal en 1944, fue llevada a la pantalla en 1947, creando una de sus mejores películas por múltiples motivos, aunque pase desapercibida por muchos de los que estudian su obra.

En primer lugar debemos decir que la elaboración del guion recaerá en su compañera, la inteligente Conchita Montes, que también protagoniza la película, con lo cual la óptica feminista del inicial texto de Carmen Laforet se mantiene. Este primer dato ya debería ser objeto de atención, en relación al papel de la mujer en la España de la década de los cuarenta y la apuesta por elegir el libro de una mujer y que la adaptación recaiga en otra.

La obra tuvo un enorme éxito, y supone, junto a ‘La familia de Pascual Duarte’ de Camilo José Cela el inicio del cambio en la narración española hacia unas temáticas más sociales y de un mayor compromiso con la persona y sus circunstancias vitales. Este éxito literario demuestra el sentido económico e industrial que pretendía Neville, ejerciendo en esta cinta, además de director como productor, caso inusual en nuestro cine y que a buen seguro le otorgaba la libertad necesaria para desarrollar sus universos particulares.

En ella se narra la historia de una joven, Andrea, que se traslada a vivir a Barcelona, a estudiar a la Universidad, compartiendo viviendo con sus familiares encontrándose un sórdido ambiente, de mezquindad, histeria e ilusiones fracasadas, donde las relaciones entre los miembros de la familia son de todo menos normales, acabando por hacer que la protagonista descubra un mundo resultante, en gran medida, de la contienda nacional. El texto recrea una parcela irrespirable de la realidad cotidiana del momento, recogida con un estilo desnudo y un tono desesperadamente triste.

Esta producción se muestra como excepcional en la trayectoria artística de Neville por diversos motivos. En primer lugar al tratarse de un éxito literario todavía muy reciente, en segundo lugar, por tratarse de un tema extremadamente serio, en la que no hay concesión alguna al humor, adaptando ese tono en todo el film. “Nada es en la película lo mismo que en la novela, creo haber conservado su ambiente hosco y duro, su clima y conseguido todo esto sin retórica y sin artificios, conservando los personajes con la misma sinceridad con que los trasladó al libro Carmen Laforet”, comenta el propio director en una entrevista en el número 38 de la Revista Imágenes en 1948.

Precisamente el conservar el ambiente agobiante del texto le lleva a Neville a conseguir uno de sus trabajos más logrados y admirables en lo relativo a los decorados, creando unos efectos visuales únicos en su carrera y que desmienten en parte su desinterés a la hora de preocuparse de algo más que el guion y los actores. Realizados por Sigfrido Burmann son tres los espacios que generan la acción: la vivienda de la familia de Andrea, la buhardilla de Román y la escalera, todos ellos actuando como definidores de un mundo oscuro y lleno de temores, como el que representa la familia de Andrea cuyas únicas salidas al exterior son para acudir a sus clases universitarias. En ellos la iluminación, con abundantes zonas en sombra, la acumulación de objetos en espacios muy pequeños y, sobre todo la audacia con que se tratan los techos, permite resaltar lo opresivo del ambiente familiar. Este trabajo con los techos se puede poner en relación con las aportaciones realizadas por en torno a la ambientación por Orson Welles en películas como ‘Ciudadano Kane’ o ‘El cuarto mandamiento’. En ellas este este avance supone un mayor realismo, acentuado con la baja colocación de las cámaras que acrecienta esa sensación y trabajando también en la profundidad de campo, así, la escena que recrea la enfermedad de Andrea es comparable a la de la esposa de Hearst en ‘Ciudadano Kane’, con la cámara situada a la altura de la cama y las sucesivas estancias abiertas hacia el fondo, creando inquietud y una atmósfera de inestabilidad.

La adaptación de Conchita Montes respeta con gran fidelidad los diálogos de la obra, y la estructura de la novela permanece fiel en su paso al cine, donde lo más interesante es cómo se consigue el clima a transmitir por el libro, el decorado, el sentido intimista que otorga el recurrente empleo de la voz en off, el estudio psicológico de los personajes, el ritmo de una gran lentitud que remarca el origen literario o la iluminación son elementos que maneja Neville en la pantalla.

Finalmente debemos apuntar una serie de elementos que pudieron inclinar a Neville a la hora de elegir una novela de una joven escritora como era Carmen Laforet:

Su función como documento colectivo de un momento histórico concreto, abandonando el tono costumbrista tan frecuente en sus obras. Neville en sus obras afronta realidades concretas: el Madrid castizo, el Madrid moderno… en esta ocasión apuesta por un ambiente familiar muy particular pero que, a buen seguro, representaba, a muchas familias.

Podía servirle de denuncia de una burguesía en plena decrepitud física y moral, como una consecuencia más de una postguerra tan cruel como la imperante en los años cuarenta.

Esa crítica a la miseria moral, le permite a Neville mostrar un régimen político incapaz de renovar a su sociedad e inculcarle un espíritu de renovación. Lógicamente, una película en la que de una manera indirecta, pero clara, se muestra un ambiente tan deprimente no sería visto con buenos ojos por los órganos censores que llegaron a amputarle media hora de emisión a lo rodado para suavizar el ambiente de frustración.

Carmen Laforet significa el comienzo de una nueva vía en lo literario, con unas pretensiones renovadoras de un mundo con el que Neville comenzaba a encontrarse a disgusto en el que aquellas vanguardistas ilusiones de cambio, de mejora de la humanidad, se iban progresivamente al traste. Neville, ya hemos visto como gusta y es capaz de reconocer obras que aportan aspectos nuevos al universo literario y sin duda ‘Nada’ es de esos textos. El tratarse de una narración lineal, sin saltos temporales que compliquen el seguimiento de la acción, con un lenguaje sencillo y apartado de grandes pretensiones, también está dentro de la idea de Neville de trabajar argumentos lineales (con la excepción de su obra maestra ‘La vida en un hilo’) que el director aplicó a sus películas.


(Texto extraído de 'Del guion a lo literario: fuentes del cine de Edgar Neville'. Ramón Rozas)