martes, 28 de agosto de 2018

Luz de agosto

Puesta de sol en la ría de Pontevedra
desde la playa de Lapamán. (Tintin)

Posee el verano esos preciados minutos que durante el resto del año se ocultan bajo las obligaciones laborales y familiares y ahora se liberan para añadirlos al imprescindible tiempo de la lectura. Es por ello que los meses de estío suelen ser idóneos para ponerse al día con esos libros publicados recientemente que se nos han ido quedando atrás, pero también para volver a esas catedrales literarias que, con su frescura interior, permiten que te adentres en obras inagotables, a las que uno nunca se cansa de regresar y de las que siempre sale bendecido, tanto por el asombro ante el don de la escritura como por el inmenso beneficio que depara la lectura de estos relatos.
Entre los hábitos veraniegos que uno tiene, manías estacionales, cuando llegan los días de agosto empieza a sentir en su interior el cosquilleo anual ante la necesidad de coger entre las manos uno de esos libros y volver a caminar por ese territorio parido por uno de los mejores escritores del siglo XX, William Faulkner. Desde que hace unos años, cada vez más, el estravagario recomendador de textos, Javier Rioyo, volcó su habitual pasión a la hora de invitar a la lectura en ‘Luz de agosto’, no pasa un verano sin que revise, si no todo el texto, sí algunos capítulos, suficientes para sentir el latido faulkneriano a través de caminos pedregosos, personajes desarraigados y un destino que juega con todos ellos de una manera muy similar a cómo lo hace con nosotros en nuestra cotidianeidad.
Hace unos días he vuelto al estante de mi librería en donde se desborda permanentemente Yoknapatawpha, el territorio inventado por el escritor norteamericano, como García Márquez hiciera con Macondo, Onetti con Santa María o Torrente Ballester con Castroforte del Baralla, cualquiera de ellos faulknerianos convencidos, y de nuevo, entre esas vigorosas líneas, se siente esa torrentera vital donde se percibe un escenario mayúsculo desde una narrativa amparada en la realidad, pero que se eleva desde la imaginación alentada por un escritor con el torso desnudo ante una máquina de escribir y una botella de whisky a su lado, que por algo «la civilización había comenzado con la destilación», según él mismo creía firmemente.
Bien, ya tenemos el libro, que no es poca cosa, pero lo que también tenemos abierto de par en par ante nuestra vista, y demasiadas veces despreciamos por su proximidad, es otro territorio, éste natural, del mismo calibre en ese ámbito que lo que significa William Faulkner al paisaje de la literatura. Una ría de Pontevedra desde la que cualquier punto se convierte en un observatorio incomparable para sentir esa otra luz de agosto, la que el sol proyecta sobre nuestra ría y que se enciende fulgurosa cuando desaparece tras el fugaz y caprichoso equilibrio sobre la línea del horizonte. Desde Cabo Udra en Bueu hasta el Con negro en O Grove, ambas columnas vigorosas como las piernas de un Hércules que flanquean su amplia entrada, hasta otros espacios más íntimos como Lapamán, las islas Ons, o los cientos de recodos y playas que flanquean ambas márgenes, son infinitos los rincones desde los que asistir a ese espectáculo inolvidable que nos empequeñece y abruma ante su inmensidad.

Cojan ‘Luz de agosto’, hundan los pies en la arena de su playa favorita o suban al promontorio que prefieran para observar esa puesta de sol, beban un trago de su bebida favorita y entenderán que la vida es sencillamente eso: una sensación, un instante que perdurará en el tiempo sin más pretensiones que las del goce. Busquen ese momento, se lo llevarán con ustedes para siempre, junto a la luz de agosto.


Publicado en Diario de Pontevedra 22/08/2018

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