sábado, 20 de decembro de 2014

Una novela, una ciudad, una vida.


Una novela es un estado de espíritu, un interior cálido en el que uno se refugia mientras la escribe (...)

Sentarse en un tranvía de Lisboa y acodarse en el marco de la ventanilla es uno de los placeres en prosa que le da a uno la vida. (...)



[‘Como la sombra que se va’
Antonio Muñoz Molina.]


Escribir y Lisboa confluyen en la última novela de Antonio Muñoz Molina tal y como lo hacen la ciudad y el Atlántico a través de esa rampa de la Praça do Comerçio que se hunde en el océano cada vez que sube la marea. Ese sentido de inundación es el que te envuelve a lo largo de una novela inmensa, ciclópea, y sí, homérica (si no lo digo reviento), tanto en sus pretensiones como, en lo que es más difícil, en su resultado final. Una inundación de historias que te arrastran como una de esas torrenteras que te envuelven de manera imprevisible, dejándote al albur de las circunstancias.

Siempre son una bendición las novelas del autor jienense, acogidas, una tras otra, como un firme latido de nuestra literatura. Las hay que marcan un momento especial, un instante que uno de mis profesores de Universidad definía como un momento bisagra, esos que cierran una etapa y sirven para abrir otra, tanto en lo narrativo como en lo personal. Y es que si de algo nos sirve esta novela a la hora de calibrar a Antonio Muñoz Molina es para comprobar empíricamente como ambos vectores se convierten en uno solo. Una fuerza unidireccional que logra que el proceso de construcción de una novela se convierta en parte de la construcción de una vida.

Asomados a ese balcón pessoano sobre el Atlántico sentimos como el agua toca la punta de nuestros zapatos al conocer la historia de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King quien, en su fuga, pasó diez días en Lisboa a la espera de lograr un escondite en alguna colonia lusa. Al tiempo que el agua llega a nuestras rodillas, empezamos a adentrarnos en otra historia, la del propio autor, abierto en canal y mostrando sus entrañas de escritor. Esas vísceras que tantos ocultan bajo un falso pudor son el tintero desde el que convertir una historia individual en un proceso de conocimiento y reflexión de carácter colectivo sobre lo que supone escribir una novela en dos tiempos muy diferentes. Uno, el de aquella obra de 1987, ‘El invierno en Lisboa’, que colocó al escritor en lo literario de manera destacada; y otro, el de esta nueva obra redentora, ‘Como la sombra que se va’.

Ciertamente hay mucho de perseguir sombras, de intentar atrapar con un cazamariposas a esas siluetas que el tiempo ha ido perfilando en rincones, personas, situaciones, errores y aciertos, pero también miedos, ensayos, experiencias... en definitiva, las mareas que van y vienen, aquellas por las que navegamos en ocasiones a bordo de barcos de papel que nosotros mismos pensamos son buques acorazados. La vida, la nuestra y las de los que nos rodean, las de los seres que tocamos o las de aquellos que nos seducen desde la lectura, son las que nos pueden llevar a pensar que nuestra realidad discurre paralela a la del resto de una humanidad de la que, indefectiblemente, somos parte, por pequeña que ésta sea, y ante las que nunca estaremos lo suficientemente preparados para saber cuando ambas colisionarán.

Notamos el agua a la altura del pecho al tiempo que percibimos otra angustia, la del escritor ante un proceso tan fascinante como agotador. Horas de preparación para la consolidación de un andamiaje en el que se va a pasar los próximos meses. Escribir como un equilibrista que sujeta por un lado de esa barra que permite mantener la verticalidad, el argumento que propicia la narración, y por otro, la propia vida del autor. Esa sí que es una colisión brutal, una alteración del ecosistema del hombre a causa de un fenómeno que, como esas mareas atlánticas, asola todo lo que rodea a su paso. Cuando ésta se retira queda un terreno resbaladizo, una inseguridad que marcará el tiempo que se abre tras el punto y final. Pero hay novelas que permanecen, que permanecerán siempre, en el autor y en sus lectores, el todo literario. Como este invierno en Lisboa que vuelve a ser invierno casi treinta años después. Un todo que se necesita como la ciudad necesita a sus personajes, a sus calles, a sus olores y sonidos, al igual que la novela precisa ese punto de ignición desde el que constituirse en relato, siéndolo aquí un asesinato y una huida, aunque quizás como excusa para hablar de lo que es el centro de la vida de un escritor, la literatura y su relación con ella. Desde una ejemplar honradez Antonio Muñoz Molina se sube a uno de esos tranvías lisboetas para fundirse con esta ciudad que toma como protagonista de la novela, pero también de su vida, cruzándose con ella como el trazado de los raíles sobre el adoquinado. En movimiento piensa y escribe sobre un asesino, pero también sobre una persona que soñó y peleó por ser escritor, para ahora, desde esa escritura, contemplar una de esas encalmadas que la vida abre en nuestra singladura.

Ya con el agua al cuello le acompañamos en esta bitácora imprescindible para el buen lector que conocerá el tizón que todo escritor lleva consigo, los obstáculos que hay que sortear, las noches en las que la pantalla del ordenador se convierte en un fármaco contra la ansiedad, el remordimiento por lo no escrito y lo que se ha orillado en la vida personal por pagar esa deuda impagable con el oficio. "Se escrevo o que sinto é porque assim diminuo a febre de sentir", dice Fernando Pessoa. Sempre Pessoa.




Publicado en Diario de Pontevedra 20/12/2014.
Foto. Efe.

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