mércores, 14 de marzo de 2018

Pisar muertos

Galicia, desde la poesía de Carlos Oroza, hasta el sustrato de la memoria de la isla de San Simón, es el gérmen de ‘Trilogía de la guerra’.

Altar de la capilla de San Simón con su
santo sin manos (Foto, Rafa Estévez)

"Es un error dar por hecho lo que fue contemplado". Este verso del demiurgo Carlos Oroza sustenta, como un armazón invisible, la novela del coruñés Agustín Fernández Mallo, ‘Trilogía de la guerra’, editada por Seix Barral y ganadora del Premio Biblioteca Breve. Como invisible es esa red generada por los que ya no están aquí, por los muertos a los que todavía estamos prendidos como parte de una vida que, aunque no nos lo quiera parecer, (sobre todo por la inconsciencia para detenernos a pensar en esa cuestión inmersos en nuestro mundo febril), está conformada en mayor medida a partir de los vínculos con los que han fallecido, que entre los propios vivos, e incluso por encima de unas redes sociales que cada vez más se imponen a un mundo de piel y huesos.
Poner los pies en la isla de San Simón, en la que tantos padecieron, donde tantos murieron, se convirtió para el autor en el arranque de una novela que ha acabado por ser un itinerario por el siglo XX hasta nuestros días. Décadas convulsas, repletas de muerte y destrucción provocadas por lo que entendíamos era el momento de máxima evolución del ser humano. Guerras como la guerra civil española, la guerra de Vietnam, la II guerra mundial u otros conflictos, activados por las diferencias entre el poderoso hemisferio norte y el sufrido hemisferio sur y disfrazados como crisis, cuando en realidad son guerras encubiertas por el consumismo y la publicidad, vienen a desembocar en este texto.
La primera de sus tres partes se centra en la estancia de Agustín Fernández Mallo en San Simón, donde palpa y hasta fotografía esa presencia de la ausencia y hace del escritor cronista de un tiempo que busca las huellas de los que ya no están, convertidos en «combustibles fósiles» y que nos accionan todavía hoy en un libro lleno de reflejos, de identidades que se repiten de manera fractal, como si fuese una costa interminable, en la que los ecos de las personas se multiplican a través de tiempos y geografías diversas. Estructuras que se pliegan en sí mismas para repetirse a diferente escala pero que responden a un mismo patrón.
En la segunda parte, un cuarto astronauta, integrante de la famosa misión a la luna, y quien tomó la fotografía de los que sí pasaron a la historia, relata diferentes sucesos en los Estados Unidos que definen el declive de esa sociedad; mientras, en la última, se cuenta el lúcido recorrido de una mujer por las playas de Normandía, de nuevo poniendo sus pies donde miles de hombres, sólo hombres, dejaron sus vidas, modificando, a partir de sus restos, todo un ecosistema al que ahora llegan otras víctimas, los refugiados sirios, dolientes de nuestras pseudoguerras en busca de su futuro. Se convierte así este libro en un brillante relato, pura y vibrante obra literaria, que se relame en el deseo de narrar, en el irrenunciable principio literario por contar cosas, por conducir al lector por vidas y situaciones ante las que preguntarnos, ante las que dudar, ante las que sentirnos como una emoción más dentro de este planeta en el que constantemente pisamos muertos. Literatura para explicar el mundo, para explicarnos a nosotros mismos.
Por ello es un orgullo que esta novela haya tenido su origen en nuestra tierra a partir de un aislamiento en forma de jornadas para reflexionar sobre redes digitales, pero en las que un paseo de mirtos, antiguos pabellones penitenciarios, tumbas de leprosos, un libro como ‘Aillados’ bajo el brazo, peces de lomos plateados y un santo sin manos activaron el proceso de creación de un libro admirable.



Publicado en Diario de Pontevedra/El Progreso de Lugo 14/03/2018
Fotografía: Rafa Estévez


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