domingo, 31 de xaneiro de 2021

Cuando hoy es todo


[Ramonismo 54]

El refugio extremeño de Julio Llamazares, en plena pandemia, nos regala este delicioso diario de lo natural

 


HAY LIBROS que son un soplo de aire fresco, una caricia en el rostro y, en este caso, también en el alma. Con la que está cayendo, asomarse a la experiencia vivida por Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) durante el duro confinamiento sufrido el pasado mes de marzo, tras la declaración del Estado de Alarma, en la que pasó tres meses en plena naturaleza, al pie de la extremeña sierra de los Lagares, se convierte en un acto de introspección personal, en la posibilidad de convertir aquello que nos puede parecer como sencillo y tantas veces despreciado por nuestra actitud urbanita y presuntuosa, en un bálsamo ante aquel escenario de terror que desgraciadamente estos días se vuelve a repetir.

«Mientras el mundo se desmoronaba, la naturaleza volvía a revivir igual que cada año al llegar la primavera», escribe el autor ante esa primavera luminosa y reveladora que lo acogió en un espectáculo imprevisible, ya no sólo por su irreductible belleza sino por lo que alentaba en este autor siempre tan cercano a estos espacios alejados de las ciudades en los que radica una rebeldía en su propio contexto natural y que, como pocos autores, Julio Llamazares ha sabido retratar en sus libros.

El ámbito rural se ha convertido en una de nuestras atenciones periodísticas, literarias y, esperemos que de una vez, también políticas, estableciendo ese concepto de la «España vacía», pero al que el escritor leonés ya había llegado a finales de los años ochenta con aquel libro inolvidable, ‘La lluvia amarilla’. Hablamos de un autor que lleva esa sensibilidad y compromiso en sus entrañas, al haber nacido en un pueblo leonés de esos vaciados, Vegamián, desaparecido tras la creación de un pantano. Un paraíso perdido en el tiempo y en la memoria. Y es, precisamente, ante otro paraíso, ante el que nos convoca en esta ‘Primavera extremeña’ (Alfaguara), para de nuevo fijar esa experiencia vital en la memoria, para darle al tiempo ese valor que sólo situaciones extremas y agónicas son quien de reconocer en esa preciosa medida de poder gozar de él con buena salud y todos los sentidos alerta.

En estos tres meses literarios esas vivencias se fijan con una palabra a la que se le suma una inesperada invitada, la imagen, con una sorprendente aportación al texto que surge de la colaboración con uno de aquellos vecinos extremeños, donde no solo se mueven labradores y ganaderos, sino que también sirve de refugio a personas que han sabido reconocer en esos rincones mágicos de nuestro territorio el mejor lugar para vivir. Así es como se incorporan al texto las maravillosas acuarelas de Konrad Laudenbacher, ex conservador jefe y restaurador de la Pinacoteca de Munich, que pasa periodos de tiempo tras su jubilación en este entorno que se dedica a plasmar en unas obras que nunca se había decidido a hacer públicas, no pasando del entorno familiar y de sus amistades.

Esta mirada cézanniana a la realidad es el contrapunto perfecto a las palabras de Julio Llamazares, y lo es por su lucidez a la hora de captar una escena sin más pretensiones que la del apunte, a lo que también obliga la veloz técnica de la acuarela, por la aparente fragilidad que concede esa aguada y por esa mirada honesta, de contemplación ante el espectáculo que se ofrece frente al ser humano. Este maridaje se nos ofrece como un armónico trabajo reflexivo y desde la valoración, acrecentada en este tiempo, del hoy, de que lo cotidiano y lo puro son lo más valioso de nuestra existencia.

Esa mirada hacia los horizontes extremeños, hacia la convivencia en el ámbito rural, enjuaga las noticias que llegaban del Madrid apocalíptico entre marzo y junio. Un escenario del horror que sacudía con sus datos este proceso bucólico de regeneración personal que Julio Llamazares nos regala para que seamos capaces de sentir lo mismo que él, y para eso pocos son capaces de mostrar así la naturaleza, nadie describe un cielo o una noche estrellada como el autor de ‘Las lágrimas de San Lorenzo’. Ese cielo que nos ampara para revivir el tiempo perdido de la infancia, un tiempo donde el dolor del mundo no tenía cabida.


Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 30/01/2021

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