luns, 7 de marzo de 2022

Inquietud sensorial

 

[Ramonismo 103]

Diez relatos de la autora colombiana Andrea Mejía configuran en ‘Quietud’ una narrativa llena de tensiones



EMERGE en la literatura de Andrea Mejía (Bogotá, 1976) una tensión casi telúrica, que parte de la tierra que habitan sus personajes, así como de las sensaciones humanas que integran cada uno de estos diez relatos, breves, pero con una asombrosa intensidad que fijan el nombre de esta autora en esa bendita nómina de escritoras que, procedentes del otro lado del Atlántico, nos están proponiendo nombres en los que el talento y la mirada femenina son quien de amalgamar historias que, sin bien están íntimamente ligadas a su territorio oriundo, nos contienen a todos por los temas y sensibilidades a las que se aproximan. Mujeres como Jazmina Barrera, Alaíde Ventura Medina, Lorena Salazar, María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Socorro Venegas o Katya Adaui, son solo algunos de los nombres de los que puedo hablar con conocimiento de causa y que les recomiendo vivamente.

Pero hoy es el turno de esta mujer bogotana que publica en el sello ‘La Navaja Suíza’ su libro ‘Quietud’. Diez textos cargados de una apabullante sensorialidad, capaces de llevarte a esos paisajes físicos y humanos de su tierra, en la que la potencialidad de su entorno natural configura cada una de estas historias en las que se observan, como si fuera a través de un microscopio, las conductas y comportamientos de diferentes personajes capaces de convocar todo un muestrario de tipos característicos de los ámbitos familiares, tan eficaces a la hora de suscitar esas fricciones tan interesantes para cualquier escritor y que permiten hacer del relato un observatorio global de todos nosotros.

A través de un cuidado lenguaje, representativo de la identidad colombiana con un léxico maravilloso y vibrante que resuena en nuestros oídos como un eco multicultural que nos ensancha a todos los latinos, la autora nos envuelve convirtiéndonos al momento en una parte más de ese proceso de traslación a un libro muy físico. En él, los sentidos, lo táctil, lo visual, hasta lo olfativo, se integran a través de esa palabra que cataliza nuestra percepción sobre lo que se cuenta, sobre esas relaciones de personas en un permanente estado de desconcierto, a la procura de un refugio que obtienen de esa naturaleza que tanto lo condiciona todo, pero que también forma parte  de esa suerte de divinidad que representan árboles, peñas, animales, insectos o cielos que se integran en las miradas y lo afectos de todos ellos. Y es que son esos afectos los que ejercen de dinamo de cada uno de estos cuentos en los que la autora nos aboca a darnos de bruces con la memoria, la infancia, la amistad o los miedos y todo ello en ese permanente desconcierto que tiene mucho de kafkiano, de seres bajo una permanente lupa que, como insectos, se conducen en sus hábitats humanos intentado dar solución a sus inquietudes sensoriales, pero, sobre todo, buscando respuestas a las interrogantes que una tierra y sus características les hacen a cada instante de sus vidas. Existencias anónimas, alejadas de cualquier notoriedad, incluso muchas de ellas orilladas en el olvido de un país que, como suele suceder, no es generoso con todos los suyos.

 

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 5/03/2022


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