xoves, 16 de novembro de 2023

Familias en tensión

 

[Ramonismo 172]

Guadalupe Nettel hace de ‘Los divagantes’ una mordiente aproximación al clan familiar y lo que supone para el individuo



SE aproxima la mexicana Guadalupe Nettel de manera inteligente al ámbito de la familia a partir de diferentes situaciones que no hace más que trabajar y mostrar la quiebra, ese punto de ruptura que siempre está presente en todo contexto humano, más aún si este viene definido por esa pertenencia a la tribu y a un ámbito donde las relaciones se evidencian como mucho más intensas que en cualquier otro territorio que vincule a los seres humanos.
En cada uno de ellos la autora es capaz de poner la lupa en ese instante en el que todo muda, bien por un acto premeditado o por cualquier circunstancia azarosa que pone a los protagonistas ante una nueva realidad, tras la cual todo, a partir de ese momento, será diferente y sus componentes no serán los mismos. Con una magnífica escritura, libre de complejidades estilísticas o difíciles armazones argumentales, Guadalupe Nettel saber hacer de cada relato una especie de esencia, una sublimación donde nada sobra y todo está perfectamente medido para dirigir nuestra atención hacia esa tensión que en muchos de los textos intuimos línea tras línea, mientras en otros nos sorprende, provocando también en el lector esa tensión que nos permite conectar con alguno de sus protagonistas.

Elementos silenciados a lo largo del tiempo, conductas que se revelan en un determinado entorno al que no se estaba acostumbrado, interferencias oníricas, la evolución de las relaciones entre hombre y mujer, los cambios en los hijos... Todos ellos son ingredientes de los relatos que forman parte de ‘Los divagantes’, editado por Anagrama, a partir de los cuales se produce esa fractura que nos sitúa ante una nueva realidad que provoca el siguiente cambio en la mirada de quien se hace eco de él. Esa mirada puede suponer el final del relato, pero también una rápida advertencia de aquello que sucede a nuestro alrededor y que por diferentes cuestiones nunca habíamos atendido. Y es que las familias son ecosistemas diversos en los que nada está escrito y los comportamientos de sus componentes serán los que irán definiendo su evolución.

Divagantes, ecosistemas... palabras que nunca son casuales, ya que si hay otro elemento que está muy presente en buena parte de los relatos es la naturaleza y cómo ella puede albergar metáforas, explicaciones e incluso razonamientos para lo que le ocurre al ser humano en esos otros contextos más urbanos de ciudades, calles o viviendas, donde todo parece oprimir todavía más nuestras acciones, de ahí que la necesidad de la naturaleza, de establecer un contacto que nos permita recuperar aquella parte más atávica de lo que somos accione nuevas percepciones de la existencia. Se preguntarán ustedes que son los divagantes, pues en uno de los relatos más hermosos, que así se titula, se nos explica cómo una de las variedades de albatros recibe ese nombre cuando se desorientan por la ausencia de viento, obligado en su manera de volar, cayendo en la desorientación y alejando a esos ejemplares de su entorno natural. Así es como muchas veces las personas se encuentran frente a esa desorientación que viene marcada por la insatisfacción, el miedo, las dudas, las inquietudes, lo inesperado o ese destino que tantas veces se nos escapa de las manos con independencia de nosotros mismos, por citar tan solo alguna de las situaciones que pueden motivar ese estado de perplejidad, hacen que reaccionemos de una manera que mudará todo aquello que las rodea.

Ese alambre sobre el que hacer equilibrios, como es el afecto, es con el que Guadalupe Nettel activa la energía interior de cada una de las historias, manejada desde una forma de escribir especial, ya reconocida como una de las más atractivas y firmes de latinoamérica, logrando entre otros galardones el prestigioso Premio Herralde de Novela en el año 2014 con ‘Después del invierno’, siendo en 2023 finalista del Premio Booker Internacional con su anterior libro, el también muy recomendable, ‘La hija única’, donde de nuevo la familia, a través del hecho de la maternidad en tres mujeres, está muy presente.

Sabemos lo jugoso que es la familia como materia literaria, lo bueno es cuando encuentras una manera de aproximarse diferente, que mira allí donde no estamos acostumbrados a hacerlo, tal y como hace Guadalupe Nettel.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra, 14/10/2023


domingo, 5 de novembro de 2023

Cuidado, no te quemes

 

[Ramonismo 171]

Eloy Tizón reúne en ‘Plegaria para pirómanos’ nueve relatos sublimes, tanto en su escritura como en su fondo de pura vida



CADA uno de los relatos que configuran esta ‘Plegaria para pirómanos’, editado por Páginas de Espuma, precisa de su tiempo de reposo. Un periodo de latencia que sirve para no salirse de lo narrado, absolutamente imposible hasta que pasan varias horas, y para que la contundencia del lenguaje baje unos cuantos grados una temperatura que abrasa las pupilas del lector en cuyo estado se hace imposible la relación con el entorno.

Nueve textos con un hilo que los trenza, unos de manera más evidente, otros de manera más casual, pero todos ellos perfectamente armados por un narrador en estado de gracia que dinamita la propia concepción del relato breve, estableciendo nuevos itinerarios, digresiones espaciales y temporales, pero que en cualquier caso se aferran a la vida para entender cómo esta patalea, para capturarla de la mejor manera posible y meterla en estas páginas en las que escribir es como perseguir a un conjunto de patos tras abrirles una jaula.

Esta metáfora, evidentemente, sería imposible que se me ocurriera a mí, de ahí que la recupere de uno los relatos que componen este libro, y es que en cada uno de ellos podríamos dedicarnos a señalar alguna de esas frases que una vez que las lees las entiendes ya como eternas. Verdades absolutas que se revelan ante el lector para siempre y que quedarán marcadas a fuego como aquellas señales humeantes con que se marca a determinadas reses. Un humo que sale de entre esas palabras, de entre unas historias escritas desde un lenguaje en permanente combustión que alumbra todos esos rincones en que se esconde la vida, tanto en sus puntos álgidos, en sus conquistas y felicidades, como en sus simas, sus ocasos y tristezas, o como él mismo escribe, «la vida es mitad magia, mitad espanto».

La vida del escritor, la existencia en soledad de los ancianos, la juventud, la vida en pareja... son sólo algunos de los argumentos que motivan a Eloy Tizón para trazar toda esa geografía humana que se abre frente a nosotros para poner ante nuestros ojos toda esa realidad que nos rodea y que muchas veces, demasiadas, intentamos evadir tan concentrados como estamos en nosotros mismos, en defender nuestra identidad, aunque ello vaya en perjuicio del colectivo, de una sociedad ante la que cada vez más debemos mostrarnos cautos, casi protegidos por una coraza de espinas para evitar toda una serie de daños, de ahí que no extraña que el protagonista de este devenir se llame Erizo.

Relatos para leer una y otra vez, sobre todo tras esa lectura inicial que se hace siempre entre la sorpresa y el deslumbramiento para, en posteriores encuentros, detenerse en los juegos que nos plantea su autor, en las complicidades con el lector, al que respeta de una manera no demasiadas veces vista en la literatura ya que sin esa implicación que se necesita en cada relato todo se vendría abajo. ‘Grafía’, ‘El fango que suspira’, Dichosos los ojos’, ‘Anisópteros’ son los títulos de algunos de ellos, mis favoritos, si quieren que les plantee un ranking, siendo los que más veces han hecho que me relama en sus historias y sobre todo en cómo estas se nos ofrecen, el gran reto de todo escritor, la gran conquista de Eloy Tizón. En ‘Dichosos los ojos’ enumera varias de esas bendiciones con las que la vida nos premia, instantes fugaces que nunca ya seremos quien de olvidar, preguntándose al inicio «¿Qué es lo que me falta a mí por ver?», a lo que todos nosotros podríamos unirle estos relatos, ya que en ellos te toca la belleza de verdad.

Seres equivocados, vecinos indolentes con quien se agota a unos centímetros de ti, un grupo de chicas a la búsqueda de la belleza, de qué manera miramos el mundo... son algunas de esas derivas en las que el autor logra que nos adentremos para mirar directamente a los ojos a la vida, aunque la temperatura de ésta sea tan alta que nos haga correr peligro. Siempre un peligro controlado, muchas veces inscrito en un inesperado latido poético capaz de configurar hermosas imágenes para la fiereza de las palabras, quizás, la única manera de aliviarnos del dolor, de curarnos del lamento, y todo en un libro que terminó de imprimirse, en la primera edición de las muchas que vendrán, el 26 de agosto de 2023, aniversario del nacimiento de Julio Cortázar, que se preguntó «quién nos curará del fuego»

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 7/10/2023 

xoves, 2 de novembro de 2023

Yo... nosotros

 

[Ramonismo 170]

'Mirafiori’ completa una trilogía literaria sobre el descubrimiento de la vida y la experimentación amorosa



SABE Manuel Jabois que la vida empieza a tomar velocidad con la primera caricia a una piel distinta, con esa mano que se agarra a otra, primero desde la timidez y la agitación y después con la seguridad de haber llegado a tierra firme. Cuando el yo se convierte en un nosotros.

Malaherba’, ‘Miss Marte’, y ahora ‘Mirafiori’, todas ellas editadas por Alfaguara, configuran un tríptico que hace del descubrimiento de la vida una revelación no siempre fácil de asumir y mucho menos de escribir, por todo lo que tiene de mirar hacia uno mismo, de una escritura llena de experiencias y sensaciones vividas que, convertidas en literatura, y con el paso del tiempo como reactivo obligado, adquiere esa configuración de balcón en invierno al que asomarse para entender en lo que uno se ha convertido.
Manuel Jabois nos conduce por sus novelas de una u otra manera por ese territorio del comienzo, donde amistades y amores nos jalonan como presencias que nos acompañarán eternamente, bien de manera física o casi como fantasmas capaces de aparecer de la manera más imprevisible. Patios de colegio, veranos, calles de una ciudad... escenarios de lo cotidiano que se convierten en auténticos laboratorios de vida, experimentos desde los que evolucionar hacia la existencia adulta en un tránsito lleno de imprevisibles consecuencias, de obstáculos que superar, pero también de gozosos descubrimientos que forman parte del proceso humano de crecimiento.

La literatura de Manuel Jabois convierte ese laboratorio en la manera en que cada uno de nosotros llegamos a esas situaciones que nos revelan la vida, otorgándole su sentido real, ese que pertenece a nuestra intimidad, al capítulo de las relaciones que surgen a lo largo de esa experimentación vital. Hermosos y malditos nuestra juventud nos hace percibir la realidad de una manera muy diferente a cómo la entenderemos años después, pero ese tiempo queda en nosotros como los anillos en el interior del tronco de un árbol. Señalando momentos, dejando constancia de un tiempo en el que fuimos, pero del que todavía somos parte.
Así es como ‘Mirafiori’ cuenta una historia de amor, casi nada, la de Valentina Barreiro, ‘Valen’ y  un hombre con la línea del fracaso bien marcada en su mano. Un destino al que se verá abocado con el paso de los años, ese tiempo que aquí nos lleva a saber de esa historia cuando ésta ya ha finalizado, cuando se ha convertido en una larga sombra que los acompaña a ambos a lo largo de sus vidas y ante un encuentro que agita el pasado y sirve para activar viejos, o no tan viejos, fantasmas. Y es que ‘Mirafiori’, en este tríptico literario, sirve para que ese amor no esté tan vinculado a un momento concreto, a la adolescencia o a la incipiente madurez, como sucedió respectivamente en las dos primeras novelas, y sí ahora a cuando este ya no supone más que una derrota. Una bandera blanca que agitar. Esa derrota es la que motiva un relato que arrastra numerosas cadenas como una pesada carga de las que unos se liberan antes que otros.

Otro libro cuyo título comienza por M, como esa montaña rusa que es la vida, de picos altos y bajos, de emociones que Manuel Jabois expresa como siempre, o mejor que nunca, con frases redondas, con pellizcos a nuestra piel para que nos sobresaltemos en esa atmósfera que se logra crear entre recuerdos, entre miradas a una Pontevedra de los años noventa donde sus calles, sus institutos, sus discotecas y sus comercios vuelven a reconocer al autor que nunca se olvida de su origen, de donde nace todo y sin el que poco o nada se puede explicar de lo vendría después. Sucede lo mismo con su Portonovo y con un mar que devuelve muertos, poniéndonos en un estado de alerta permanente a lo largo de toda la lectura, al ser capaz de vincular esa historia tan vital con una serie de espectros que surgen de los relatos escuchados, de muchos redactados en las páginas de prensa, pero sobre todo, aquellos que nos rodean todos los días, aunque no seamos quien de explicarlos de manera razonable.

Tampoco el amor atiende a demasiadas razones y así es como Manuel Jabois despliega un riquísimo recorrido emocional de lo real y lo imaginario, de lo físico y lo etéreo, de impulsos y retrocesos, en definitiva, de cómo dos personas, desde sus yos individuales gestionan ese nosotros que brota en un momento determinado de nuestras vidas como una torrentera capaz de arrastrarlo todo y a la que sólo el tiempo y la evolución de sus protagonistas pueden concederle un sentido, real, o no.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra, 30/09/2023 

domingo, 22 de outubro de 2023

Espacio y tiempo

 

[Ramonismo 169]

'No te veré morir’ hace del amor un firme ejercicio de resistencia del ser humano ante las derivas de la vida



AMBAS magnitudes físicas, espacio y tiempo, tienen en el amor y sus efectos uno de esos imprevisibles elementos capaces de ponerlo todo patas arriba, de variar el rumbo de los acontecimientos, de hacer del destino un itinerario incierto lleno de imprevisibles consecuencias para el ser humano.

Antonio Muñoz Molina apuesta por el amor como argumento de su novela, ‘No te veré morir’, (Seix Barral), en la que de manera más que meritoria, tras su reconocida trayectoria literaria, no sólo se mide con el hecho de contar una historia, sino con un desafío a sí mismo a través de una propuesta que hace de lo que se cuenta un arriesgado ejercicio de escritura que nos muestra cómo el autor debe estar siempre atento a lo no esperado, a aquello que demanda y hasta exige la propia historia, aunque esta haya sido maquinada de diferente manera. Algo que no hace más que evidenciar que los personajes y sus vidas son los que deben marcar siempre cómo contar una historia, incluso por encima de lo previsto por su autor cuando se enciende esa inspiradora luz en la oscuridad.

En esos riesgos sobresalen dos elementos, uno lo encontramos en la primera de las cuatro partes en que se divide la novela, una amplia presentación de los protagonistas escrito de manera continua durante sesenta páginas, sin puntos, con el único respiradero de unas comas que le conceden a la narración una visión de conjunto que nos adentra de una manera muy especial en lo que sucede entre Gabriel Aristu y Adriana Zuber. Y lo que ocurre es una historia de amor suspendida en el tiempo por la distancia física entre dos continentes, entre dos existencias enmarcadas por sendos paréntesis que vuelven a encontrarse cuando a ambos les merodea la muerte en el final de sus vidas. Estados Unidos y España se fijan como dos escenarios en los que desarrollar unas vidas que permiten al autor establecer toda una serie de relaciones entre ambas latitudes y lo que significaron en un determinado momento para las personas en el devenir de sus comportamientos personales y profesionales. El barrio de Salamanca, Virginia o Nueva York, ámbitos que conoce perfectamente el escritor por su propio discurrir vital, nutren el relato de toda una serie de elementos que forman parte de esa belleza de lo cotidiano a la que no solemos prestar atención. Dos sociedades muy distantes, no sólo en lo geográfico sino también en sus modos de vida, en sus configuraciones espaciales y sensoriales, incluso en esa cotidianidad que marca de manera más importante de lo que pensamos nuestras vidas.

El otro elemento por el que apuesta Antonio Muñoz Molina es por la pluralidad de perspectivas, por trabajar diferentes miradas a la hora de observar y entender una misma realidad. Ante algo tan complicado de conseguir el autor logra que esa múltiple manera, de estirpe faulkneriana, de acercarse a un mismo hecho, nos ofrezca una inteligente forma de comprender la realidad plural que rodea la historia de amor de la pareja y que se mueve también por el desfiladero de los sueños, reducto en el que, pese a la distancia física, sí es posible compartir la presencia de la persona amada que, aunque no esté de manera real siempre está presente. Cómo miran e interpretan esa realidad otros personajes permite ampliar el espectro de una historia colmada de un vigor literario que, como suele suceder con Antonio Muñoz Molina, cautiva al lector de manera irremisible, acrecentado, en esta ocasión, por ese portentoso arranque ya comentado, y a través de páginas llenas de ternura, de elementos de la cultura que la posicionan como un salvavidas ante la marejada, y de los contrastes entre la juventud y esa última etapa en la que todo posee esa sensación de despedida, de manos que se acarician por última vez.

No te veré morir’, como el poema de Idea Vilariño: «No volveré a tocarte./No te veré morir» es un intenso canto al amor y cómo este resiste al espacio y al tiempo, a lo mensurable, mientras el amor, pese a su fragilidad, une a dos personas de una forma magnética que, con la distancia precisa, pueden volver a ser uno, surgiendo un instante que se convierte en eterno, en definitivo para ambos y desde el que la vida recobra todo su sentido.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 23/09/2023 

martes, 10 de outubro de 2023

El retrato de una niña

 

[Ramonismo 168]

Maggie O’Farrell vuelve a deslumbrar con otra novela de ambientación histórica y centrada en lo más desconocido



ES reconfortante ver como los libros de la norirlandesa Maggie O’Farrell lideran cada vez que se publican las listas de ventas en un contexto en el que las librerías están llenas de textos de dudosa calidad, basados en un pueril entretenimiento, y que son muchas veces los que ocupan en buena medida esos puestos de privilegio a la hora de llegar a los lectores.

Con su anterior novela, unánimemente aclamada por la crítica y el público, ‘Hamnet’, como ahora con ‘El retrato de casada’, ambas editadas por Libros del Asteroide, afianza ese éxito que tan bien le sienta a la literatura por ser ésta de calidad, llena de virtudes, también por enfrentar una manera de entender al ser humano, en especial el universo femenino, que desde la mirada atrás en el tiempo, permite sensibilizarnos con cómo esos diferentes contextos han ido siempre en contra de las libertades y las posibilidades de las mujeres para desarrollarse en su sociedad y siempre bajo los condicionantes masculinos que eran, y desgraciadamente en muchas realidades todavía lo siguen siendo, los que definen sus propias vidas con la complacencia del resto de la comunidad.

El retrato de casada’ cuenta, desde una inmensidad de matices y de páginas llenas de sensibilidad y complicidad, como una de esas mujeres, todavía niñas, eran entregadas en matrimonio a un desconocido para ellas y que sólo pretendía alimentar alianzas entre las diferentes cortes europeas del siglo XVI. En este caso aquellas ciudades estado italianas, repletas de la belleza renacentista, con el arte explotando por todos su rincones, pero que en no pocas cuestiones contrastaba con ciertas actitudes oscuras de las personas. Así es como Lucrezia, con sólo quince años, y tras la muerte de su hermana, que había sido la elegida, es entregada en matrimonio al duque de Ferrara, trasladándose a esa corte donde irá descubriendo el futuro que le aguarda, siempre limitando sus deseos, siempre bajo el dictado de su marido y de unos sirvientes y súbditos que observan y escrutan todos sus movimientos, y de la que únicamente se espera que sea capaz de darle un heredero a esa corte.

La absorbente manera de escribir de Maggie O’Farrell, enseguida lleva al lector a ese tiempo, a situarlo en una realidad físicamente muy alejada de la nuestra, pero en la que hay muchas cuestiones que todavía hoy forman parte de lo que somos. Con un riquísimo lenguaje la autora genera una atmósfera que permite entender cómo se vivía en aquel tiempo, cómo eran los usos y costumbres y cómo las personas actuaban y se comportaban en esos diferentes ámbitos que aquí se definen. Al igual que sucedía en su anterior novela, en aquel caso en la Inglaterra de William Shakespeare en la que un suceso familiar servirá de yesca para su famoso drama ‘Hamlet’, la autora hace del pasado el lugar que activa nuestra reflexión, no tanto sobre los grandes nombres de la historia, como por aquellos personajes que se han quedado orillados por las luces de la fama, pero sin cuya participación las cosas pudieron haber sido muy diferentes.

Lucrezia nos lleva a pensar sobre cómo tantas mujeres vieron su futuro condenado a ser una posesión más de un hombre poderoso que aniquilaba su manera de ver el mundo y de enfrentarse a él. Niñas que llegan a nosotros muchas veces a través de hermosos retratos de la historia de la pintura donde nos parece ver a elegantes mujeres, cuando lo que nos encontramos son todavía a adolescentes que bajo esa pose de dignidad encierran un sinfín de miedos y terrores que van de su propio lecho conyugal hasta cómo deben moverse en público por temor a las represalias. Lo que siempre pensamos podían ser unas vidas palaciegas, llenas de favores se convierten en auténticas prisiones que normalmente acababan de manera dramática para quienes todavía estaban iniciándose en la vida, separadas de sus familias, dejando atrás el amor real y siendo obligadas a compartir su existencia con unos hombres que acostumbraban a mostrar una doble cara, la de la bondad y la sensibilidad mientras encontraban en esas mujeres una cierta complicidad, pero que acaban siendo unos déspotas en cuanto se les hacía frente.

En ambos libros la lectura se agita de manera febril en su parte final, cuando todo explota en un momento determinado que lo cambia todo y que hace estas novelas magníficas obras literarias.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra, 16/09/2023

mércores, 4 de outubro de 2023

La figura del padre

 

[Ramonismo 167]

Juan Villoro hace de ‘La figura del mundo’ un rico ejercicio de memoria íntima sobre su padre y el México del pasado siglo



NUNCA es sencillo abordar un ejercicio de memoria filial. Convertir en escritura y, por lo tanto, generar un escenario público en el que tu propia familia, tu contexto humano y social, se sube a las tablas como representación de ese teatro del mundo del que formamos parte.

El escritor mexicano Juan Villoro escenifica su propia representación íntima a través de la figura del padre: filósofo, escritor, profesor, hombre de la cultura de ese riquísimo México del pasado siglo lleno de descollantes figuras con las que tuvo mucha relación, y que desfilan a lo largo de estas páginas: Octavio Paz, Elena Garro, Carlos Fuentes, Jorge Volpi, Jordi Soler... para establecer cómo fue esa relación a lo largo de sus vidas, a través de una escritura que ensancha este tipo de libros, tan ligados al ámbito familiar, al ampliar el foco y mostrar diferentes realidades de su país a lo largo de acontecimientos históricos que marcaron la sociedad en la que ambos vivieron.

La memoria entraña un doble movimiento: excava en busca de lo que se ha perdido, pero una vez que llega ahí, el recuerdo gana fuerza para vivir por su cuenta...”. De esta manera Juan Villoro hace de la memoria el auténtico motor de ‘La figura del mundo’ (Editorial Random House), perfecto documento familiar y social, en el que ese padre se convierte en un enorme astro que todo lo ilumina. Evidentemente con no pocas tensiones, sobre todo en la juventud de su hijo, como suele suceder entre el ser que se libera de esa sombra y sus límites, y quien tiene la intención de moldear su futuro. Pero todo eso lo alivia el tiempo, la maduración de las miradas, cómplices en tantas ocasiones, y más aún cuando hay un balón por medio. Una pasión compartida que a nosotros ahora nos permite leer toda una serie de hermosísimas páginas donde padre e hijo compartían partidos de fútbol bajo la lluvia, trifulcas, ambientes inolvidables, en definitiva, instantes que la vida convierte en únicos y durante los que el resto del mundo carece de sentido.

Pero ese mundo sigue adelante, ese espectáculo que definía Pessoa y que en las «tierras calientes», como denominaba nuestro Valle-Inclán al país Azteca, tuvo durante la segunda mitad del siglo XX uno de los contextos humanos, sociales y culturales, más efervescentes del planeta, y con una gran complicidad con nuestro país, tras acoger a numerosos intelectuales que vivieron allí su exilio tras la Guerra Civil, alentando, entre ellos y los oriundos todo ese magma cultural y de pensamiento en el que Luis Villoro desenvolvió un destacado papel. Esa faceta pública, esa personalidad arrolladora se muestra bajo la mirada del hijo, lejos de condescendencias aborda una relación sincera, no eludiendo situaciones que lo único que vienen a evidenciar es el carácter humano del representado. «Cada quien tiene derecho a construir su pasado», y Juan Villoro construye el suyo y el de su padre con no pocas dudas sobre cómo hacerlo en esa otra permanente tensión que se establece entre la objetividad y la subjetividad de lo filial, y de qué manera el ser hijo puede intentar eludir los errores que todos cometemos en nuestro devenir vital.

Todo el texto está lleno de pasajes en los que Juan Villoro, del que ya no nos sorprende su magnífica escritura, compone no sólo una novela, sino todo un ensayo sobre la vida, la privada y la colectiva, y cómo se engrasan ambas en su necesaria marcha hacia adelante. Como una pared con los desconchones del tiempo sobre ella, Juan Villoro retira diferentes capas para darse de bruces con un tiempo pretérito del que queda claro es imposible desprenderse, porque al fin y al cabo es el que conforma lo que somos. Página tras página, los afectos, las enseñanzas, las miradas hacia todo aquello que nos rodea van convirtiéndose en una explicación de una realidad tantas veces inexplicable por quererla entender sin todas sus variables. Nunca es sencillo buscar en nuestro interior cómo lo familiar, aquello que nos ha traído hasta aquí, marca de manera indefectible el camino, por lo que darle la espalda nos deja sin las claves precisas para su comprensión. Toda esta novela, este ensayo, o incluso esta larga carta dirigida al padre, es un cuaderno de bitácora de la travesía realizada en común, pero también de la que en solitario ha emprendido Juan Villoro, sabedor de que para lo que queda de viaje es preciso atesorar toda esta memoria en la que finalmente descubrimos el amor como el último testimonio con el que cerrar este puzle entre vidas y paisajes, entre recuerdos frente a los que nunca podremos cerrar los ojos para entender la figura del mundo, la figura del padre.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 9/09/2023 

martes, 3 de outubro de 2023

Hoja de reclamaciones

 

[Ramonismo 166]

Omar Fonollosa logra el Premio Hiperión de poesía con una revisión del paso de los años desde su todavía juventud.

 


LOS caminos de la poesía son imprevisibles, al tiempo que misteriosos, hasta el punto de hacer que alguien con tan sólo 23 años sienta ya el deseo y hasta la necesidad de reflexionar sobre ese tiempo transcurrido desde su nacimiento hasta hoy. De esa acción es de la que surge ‘Los niños no ven féretros’, el poemario de Omar Fonollosa (Zaragoza, 2000) que, editado por Hiperión, recibió el XXXVII Premio de Poesía Hiperión.

Y lo cierto es que superado ese impacto inicial de cómo alguien que debería estar más atento al futuro que al pasado afronta lo que no deja de ser un reto por gestionar un proceso de expiación íntimo, por calibrar cómo el entorno en el que se nace, nos formamos y relacionamos con los demás, nos condiciona, haciendo que lo observemos de una manera seguramente muy diferente a cómo se entiende en edades más tempranas, con todo lo que eso puede acarrear en forma de decepciones. Pues a partir de ahí gozamos de una poesía llena de cualidades para intentar desentrañar ese pasado y lo que supone que el tiempo contenido en este poemario se vuelva una especie de hoja de reclamaciones por todo lo que se pierde, por aquello que se deja atrás casi siempre sustentado en instantes de felicidad de los que quizás sólo somos plenamente conscientes cuando se han desvanecido en el aire.

Inicia Omar Fonollosa esa mirada desde una serie de poemas que bajo el título de ‘Recuerdos como losas’, recuperan varios de esos instantes en los que se condensan esos contactos con la realidad más cercana, con espacios urbanos, con otras personas, con sabores de la infancia, con juegos, melodías y vacaciones y hasta la relación con la muerte que permite alimentar el título del poemario atendiendo a esa inconsciencia de quienes todavía no atienden a todas las circunstancias de la vida.

Aquellos besos míos’, abren el espacio al tiempo del amor, al descubrimiento, a las caricias, a sabores diferentes. Seguidamente la serie ‘Posibles epitafios’ acoge una suerte de haikus donde el tiempo se escapa entre los dedos desde una inevitable celeridad de la que tan sólo nos damos cuenta cuando ya no lo podemos recuperar, para así llegar al desenlace del libro con ‘No volveré a ser joven’ donde emerge la rabia y la violencia al saber de la pérdida, de los espejos destrozados y de la falta de respuestas, para despedirse con la exposición de una queja final que abrocha un poemario que también tira de nosotros para que repitamos ese proceso que afronta el propio autor, llevándonos a gestionar también esa autorreflexión sobre nuestra infancia y adolescencia y lo que han supuesto para el desarrollo posterior de nuestras vidas.
Toda esta evocación parte de asumir nuestra condición final, de vidas que se acaban de manera inexorable pero siendo precisamente esa interrogación que se abre con la muerte la que obliga al poeta a hacer de su juventud un tintero que desde lo elegíaco deje constancia de lo vivido. Para ello la poesía de Omar Fonollosa es sumamente clara, una virtud que se agradece al escapar de complejas presuntuosidades que no son necesarias para capturar una emoción contenida que se percibe en cada uno de estos poemas. Auténticos itinerarios de vida que, vistos desde esa fugacidad que sobrevuela todo el libro, los dota de una mayor intensidad y en los que esos instantes que asoman en diferentes momentos sobre lo que supone el descubrimiento y el hallazgo son los que mejor reflejan ese espíritu del gozo que rodea esta etapa primera de nuestras vidas.

Sigamos siendo niños/ pese a que este cansancio/ con su dedo corrupto nos señale”. Subidos a esta especie de nave del tiempo que es la vida debemos afrontar nuevas realidades, nuevas percepciones de nuestra existencia que de vez en cuando exigirán que nos detengamos unos instantes a husmear en lo pasado. Así lo hace Omar Fonollosa quien, con un inmenso futuro por delante, tiene el don de poder portar ese farol poético que permite deshacer oscuridades y, sobre todo, nos permite mirar allí donde solemos evitar mirar ya que lo que nos encontramos en esos espejos de la memoria puede llegar a ser, en la mejor de las ocasiones, angustioso para quien siempre quiere conquistar un futuro, sin saber que es en ese pasado donde se encuentra la verdadera esencia de lo que somos.

 

Publicado en Revista. Diario de Pontevedra 29/07/2023