La autobiografía de Eudora Welty emerge con la calidez de un relato sureño al modo de Faulkner, pero la mirada femenina subyuga rápidamente al lector, al sentirse acariciado por una prosa plena de cercanía, que permite descubrir a una gran autora.
Es uno de los milagros que más agradan de la literatura, el descubrimiento, el encontrarte de buenas a primeras con un nombre que nunca habías oído antes, del que empiezas a buscar información y enseguida te atrapa por su cercanía con todo el mundo sureño que en Estados Unidos plasmó de manera inalcanzable William Faulkner y del que tanto te cuesta desprenderte una vez que lo has conocido. El nombre de Eudora Welty (Jackson, Mississippi, 1909-2001) llegó a mí de manera fortuita, pero es que tomar en tus manos cualquier libro de los publicados por la Editorial Impedimenta supone ya un camino sin retorno. A su cuidado y delicado trabajo de edición se le une la labor de recuperar textos no siempre conocidos por los lectores. Autores olvidados o escritos que no tuvieron la fortuna que merecían por su calidad.
En ese caso se encuentra ‘La palabra heredada’, el libro de memorias que escribió la autora a los 75 años sobre su niñez y sus primeros momentos como escritora. Un relato que surge de tres conferencias impartidas años antes por la escritora en la Universidad de Harvard. Con Eudora Welty uno descubre una cadencia literaria que solo parecen tener los escritores forjados junto al caudaloso Mississippi, pero que, ante lo que sucede con sus compañeros masculinos de generación: Faulkner, Tennessee Williams o Robert Penn Warren, esa narración se vuelve menos arisca y tajante, produciendo su prosa una cercanía que, en este caso, donde se destila una mirada hacia el pasado centrado en los años de la infancia, la relación con los miembros de su familia y los vínculos con un territorio tan determinado, beneficia al relato multiplicando la hondura sentimental que ese argumentario necesita. ‘Escuchar’, ‘Aprender a ver’ o ‘Encontrar una voz’ es la triple división que realiza la escritora para acercarse a ese tiempo pasado, rastreando así los agujeros que parece oradar en nuestro cerebro el paso del tiempo, todo un cúmulo de recuerdos donde la autora se encuentra a sí misma y a la que sería su gran pasión: la escritura. Ambos elementos van de la mano, unidos por la aparición de lecturas de las que nunca ya se querría separar y que quedarían grabadas para siempre en su interior. Junto a esas lecturas el otro elemento clave es la relación que surge con las figuras que aparecen en toda una colección de fotografías que separan los capítulos antes citados, aproximando más al lector a lo que se nos cuenta. Esas personas son las que rodearon a Eudora Welty durante su infancia y juventud, parientes con mayor o menor afectividad, ante los que la escritora muestra la mirada de cualquier niño ante un mundo de adultos, pero otras muchas surgieron de la labor que realizó para la agencia estatal de la Administración Laboral , lo que la llevó a recorrer este territorio tan literario, a descubrir a cientos de personajes que luego impregnarían sus relatos de la verdad que parece trascender de todo lo que se escribe en torno al sureste americano. A lo que asistimos, por lo tanto, es a un muestrario casi sociológico de una familia del sur pero también y sobre todo, al descubrimiento interior de una niña que sentía pasión por la escritura, que necesitaba construir sus relatos en paralelo a su propia vida, construyendo así su sueño de ser escritora. Ese sueño se cumplió en 1936 con la publicación de su primer cuento e iría progresando hasta la consecución del Premio Pulitzer en 1973 por su obra ‘La hija del optimista’. Gran creadora de relatos breves, ‘Las batallas perdidas’, también recuperada por la editorial Impedimenta en 2010, es quizás su gran obra, y les digo una cosa, tras leer estas memorias las ganas de enfrentarse a ese texto son enormes.
Publicado en Diario de Pontevedra 25/03/2012
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